Hay un contraste penoso, hasta desagradable, en la forma en que se está produciendo el traspaso del mando, una situación que no había ocurrido antes, ni siquiera cuando la triunfante Nueva Mayoría entró a La Moneda dejando al frente a una derecha devastada, que se había pulverizado en sus sucesivas candidaturas presidenciales. Es cierto que entonces hubo un cierto aire de novedad con las caras jóvenes -no nuevas- de Rodrigo Peñailillo, Álvaro Elizalde, Luis Felipe Céspedes, Alberto Arenas, Javiera Blanco, Natalia Riffo, Claudia Pascual (la única de estas que queda hasta hoy) y con la idea de haber renovado una mayoría penosamente perdida el 2010.
Pero ese aire no se compara con el espectáculo de energía rebosante que han exhibido los nombramientos del segundo mandato de Sebastián Piñera, muchísimos de los cuales tampoco son nuevos, y ni siquiera jóvenes, sino simplemente entusiastas. Transmiten, a punta de sonrisas, la idea de que vienen a cumplir un proyecto que los ilusiona y que eso merece un doble ímpetu, porque sus adversarios se equivocan en interpretar lo que vienen a hacer. En las subsecretarías hay, claro, varios treintañeros y parece que en las terceras filas debutará un número relevante de veinteañeros. Pero esta no es la clave; la clave, parecen decir, está escondida en el proyecto.
Todo esto es un tanto subjetivo, por supuesto, y siempre depende del observador. Pero depende también de lo que se ve al frente. La Presidenta Bachelet instruyó un proceso de traspaso de una franqueza que no se había conocido: los actuales ministros fueron a explicar sus cosas pendientes al presidente electo a sus propias oficinas, con calendarios conocidos y (más o menos) en frente de la prensa. Durante sus vacaciones las cosas han sido un poco diferentes y, aunque sea injusto, el resto del proceso puede quedar marcado por la imagen del ministro comunista Marcos Barraza atrincherado en su agenda para no recibir al expresidente de la CPC Alfredo Moreno. Ha de ser un trago amargo, cómo dudarlo, pero esta reticencia cambia la dinámica pública.
En las entrañas del gobierno está ocurriendo una visible estampida, que es más estruendosa no porque el gobierno y la coalición se retiren juntos, sino porque esta última sale hecha jirones y contamina con su propia destrucción al gobierno. Hace muchos años, el agudo analista socialista Antonio Cortés Terzi acuñó prematuramente la frase "ceremonia del adiós" antes de la elección de Lagos. La de hoy no podría aspirar ni al título de ceremonia.
Ejemplo: mientras la Presidenta ha tratado de fijar la idea de "legado" y expresado su contento con ello, dirigentes de la coalición, como el radical Ernesto Velasco, declaran, con cierto apestamiento, que el "legado" es asunto de historiadores. Los políticos tienen otras urgencias. Una de esas, la primera, es si siguen siendo políticos o si acaban de ser jubilados sin saberlo. La otra es saber dónde están parados, con quién, si hay algo allá afuera.
Cada quien toma su rumbo. La DC, al borde del quiebre, se prepara para probar sus exangües fuerzas en el debut parlamentario. El PC ensaya su diferenciación revelando, en la hora nona, sus alarmantes sospechas sobre la política exterior (justo cuando la Presidenta la confirma expresando el rechazo de Chile al armamentismo de Corea del Norte). El PPD rechaza las críticas al canciller -no puede evitarlo-, pero es poco lo que vislumbra sobre su futuro. Desde el PS, Osvaldo Andrade acusa a la DC de hipocresía, porque la decisión de incorporar al PC la tomaron juntos, y debe ser cierto, pero más cierto es que recuperar el gobierno estaba al alcance de la mano con Michelle Bachelet y nadie miraba las alianzas ni el programa. Debería ser una lección para el futuro, pero los partidos rara vez aprenden.
El contraste sigue. La Presidenta no supera el 40% de aprobación, según Cadem, mientras que las expectativas de las personas están disparadas. Ambas cifras requieren matices que la propia encuesta proporciona: la aprobación de la Presidente ha venido siguiendo una trayectoria de alza moderada que pudo ser dañada en las últimas semanas por la polémica de la Operación Huracán-qué nombre más malo, ¿a quién se le pudo ocurrir?-, y en cuanto a las expectativas personales, vienen en ascenso desde febrero del 2017, mucho antes de las campañas y las elecciones del último semestre. El Ipec de Adimark -percepción de la economía- volvió a la zona de optimismo, superior a 50 puntos, desde donde había caído sin retorno en mayo de 2014. De modo que aprobación y expectativas podrían estar relativamente desancladas de los eventos electorales y posteriores.
El caso es que la centroizquierda se retira del poder sin epopeya, sin heroísmo, sin el menor optimismo, y convertida en tres cosas (el centro, la izquierda tradicional y la izquierda alternativa), mientras que la derecha ingresa como si sólo fuera una. Pero entonces, ¿la derecha es más seria que la izquierda? Uf, nada sería más equivocado.
Ya se ha dicho hasta el hartazgo: los propósitos refundadores de la segunda administración de Bachelet la llevaron a privilegiar el volumen por sobre la calidad, lo que es casi una garantía de que no habrá ninguno de los dos. El resultado es que el gobierno termina el período aprobando leyes a última hora y anunciando que las defenderá (¿esto no se habría llamado "amarre" en otros tiempos?), mientras llega al final de lo que Alfredo Joignant ha llamado una "crisis pedagógica": tratar de explicar lo que no ha estado claro. También llega con una crisis exegética: no parece entender el país creado por (casi) la misma centroizquierda.
La Presidenta ha dicho que en cuatro años se alcanza a hacer poco. El presidente electo seguramente coincidiría con eso. Pero mientras el programa de Bachelet trataba de tener en cuenta la estrechez de los cuatro años, el de Piñera se expande, en varias de sus dimensiones, hasta ocho años y más. La Nueva Mayoría no se pensó en más de un cuatrienio. Chile Vamos planta cara a dos períodos presidenciales en un solo programa.
Si alguien hubiese dicho esto en los 90, lo habrían tomado por humorista.