Esta columna es parte de la edición especial Reportajes 2018: ¿En qué creer?

El 8 de noviembre de 1984, el general Pinochet dictó un decreto imponiendo el estado de sitio en todo el país. Con base en su propia legislación, el régimen clausuró seis revistas y sometió a una séptima, Hoy, a uno de los escasos períodos de censura previa que ejecutó la dictadura. La revista supo entonces que estaba prohibida la palabra "política" -y por lo tanto, la "sección política"-, además, por supuesto, de las ya sabidas: "Marxismo", "comunismo", "leninismo" (¡la peor!) y "concomitantes". Con motivo de una crónica que mencionaba unos "jardines infantiles de transición", la censura -a cargo del ministerio que dirigía Francisco Javier Cuadra- le hizo saber que también estaba prohibida la palabra "transición".

Si casi nadie se acuerda de estas cosas es porque la restauración de la democracia, en 1990, trajo, entre otras, una inmensa bocanada de alivio sobre las libertades de pensamiento y de expresión. Ya nadie sería penalizado por decir lo que se le ocurriera, y menos por pensarlo. Las viejas leyes sobre la injuria y la calumnia -leyes bastante universales, por lo demás-, reformadas y actualizadas, bastarían para sancionar los abusos contra la honra de las personas, que por lo demás son las únicas que tienen honra, a pesar de que un creativo fallo de la Corte Suprema le dio hace unos años ese privilegio… a una multitienda. Y aun si así fuera, si las multitiendas y las peluquerías tuviesen honra, la misma corte ha considerado que con esas leyes es suficiente.

¿Son los primores de la censura privativos de las dictaduras y las leyes espurias? No, para nada: en 1948, un Congreso perfectamente democrático, pluripartidista y de elección popular, promulgó la Ley de Defensa Permanente de la Democracia (la "ley maldita"), que proscribió al Partido Comunista, a todos sus militantes y muy especialmente a sus medios de expresión. A fines de los 80, Jaime Guzmán aún citaba esa ley para defender el artículo 8° de la Constitución, que establecía una prohibición similar. Y todavía hoy, en el llamado mundo libre, se cuentan por decenas las iniciativas destinadas a ponerle pegas a las libertades básicas de pensamiento y expresión.

Así que ni siquiera tiene el beneficio de la originalidad el proyecto que busca penalizar a quienes piensan y dicen de la dictadura algo distinto u opuesto de lo que piensan y dicen sus impulsores. Un proyecto que apunta al corazón de la libertad de expresión: el derecho a la discrepancia. A decir lo que se quiera, cuando se quiera y como se quiera, de cualquier cosa y por cualquier medio. Solo hay una categoría de personas –los periodistas- que está sujeta a códigos adicionales de moral profesional. Ya verán los tribunales si tales decires hieren honras que merecen ser reparadas.

Este proyecto es la culminación de una fronda de iniciativas fallidas que se remontan, entre otras, a una moción presentada por el diputado Miguel Crispi (un texto que se merece un lugar en alguna antología de algo), que se basa en la sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos contra el Estado de Chile por la censura de La última tentación de Cristo. De ella deduce que la libertad de expresión no es un derecho absoluto, pues tiene la limitación de "responder de los delitos y abusos". Tautología elevada a doctrina: un derecho no es absoluto cuando se le ponen limitaciones. Y si se le ponen más y más limitaciones, en algún punto (quizás) deja de ser un derecho. ¡Bingo!

¿Será una nueva técnica legislativa? El análisis contenido en los fundamentos de esta indicación no se acuerda nunca de que la Declaración Universal de los Derechos Humanos incluye la libertad irrestricta de pensamiento y creencia (art. 18) y la libertad irrestricta de expresión (art. 19). No dice que busca cautelar el respeto a los derechos humanos violando los derechos humanos.

El pretexto ha sido un proyecto del gobierno de Bachelet que buscaba penalizar la incitación a la violencia física. Esta idea, ya dudosa en cuanto a eficacia, ha servido de rama para que se cuelguen las indicaciones del diputado Crispi y, más tarde, de la diputada Carmen Hertz. Ella ha dicho que es una aberración suponer que atenta contra la libertad de expresión. Cómo no. "Aberración", que en latín significaba "desvío" o "distracción", se traduce hoy como un "error de comprensión", pero también como un "acto depravado". Es un adjetivo plástico. Un bumerán. Si el proyecto no es una restricción para expresar ideas, ¿qué es? ¿Un camelo, un efugio, un falsete para la pura galucha?

Y entonces, ¿cuál es el fondo, cuál es el temor, qué se quiere proteger? Al parecer, se trata de evitar el resurgimiento del pinochetismo y, en particular, de la manera en que lo plantea el diputado Ignacio Urrutia. (Ya antes se ha intentado crear una excepción contra su fuero parlamentario para cuando diga lo que dice a menudo). Los políticos solían combatirse con política. Ahora se quieren combatir con censura. Alguien actúa como si estuviese perdiendo una refriega. ¿Desaparecerá el pinochetismo porque lo proscriban? Y esa, que sería una noticia, tampoco se podría publicar si excede las normas del bendito proyecto-mordaza.

La DC -sí, la DC- aporta lo siguiente: también hay que prohibir la negación de crímenes cometidos por otros regímenes, fuera de Chile. ¿Es en serio o es cachondeo? ¿Se trata de callar al diputado Urrutia, o al senador Navarro, o quizás a ambos? El aporte refleja el estado de vagón de cola en que quedó la DC durante la Nueva Mayoría. Frei Montalva, Tomic, Gumucio tendrían menos humor, pero no se tomaron un minuto en rechazar la "ley maldita" en los años 40.

Ahora el proyecto ha sido denominado, con más pompa que circunstancia, "contra el negacionismo", buscando emular la legislación antinazi. Ninguna de las personas que lucharon por restaurar la democracia en los 80 -las que en verdad lo hicieron, no las que buscaban otra cosa- habría imaginado que tres décadas después siquiera se discutiera una segunda ley maldita, casi como espejo y desquite de las anteriores. Pero ese proyecto existe, y en torno a él se arremolina un confuso grupo de diputados. Hacen bien los periodistas que anotan esos nombres y siguen sus intervenciones, porque ahí se sabe dónde está cada quien. Dónde están los adversarios, los nuevos censores.

Y para desearles feliz Año Nuevo.