Giovanni Sartori, uno de los más ilustres pensadores modernos de la democracia, que tuvo la mala idea de morirse a los 92 años en el 2017, decía que muchos politólogos han aprendido a sumar y se han olvidado de pensar. No son las encuestas, sino dos rasgos los que definen al gobierno democrático. El primero es que "debe poder gobernar"; el segundo es que eso requiere una combinación apropiada de representatividad y eficacia.

Sin un mínimo de eficacia, el gobierno se erosiona, se agota, se rinde. Esto es algo en lo que el presidente Piñera no se extravía. Desde que asumió su segundo mandato ha estado sometido a las voces que desde sectores empresariales y de la derecha dura –que aún no son lo mismo, pero podrían serlo- le han estado diciendo que no legisle, que su aleje de un Congreso con mayoría opositora y que se limite a administrar por decreto. Con la porfía que se le conoce, ha insistido en buscar acuerdos hasta la última cornisa.

Piñera sabe que hay un grupo en el Parlamento que no quiere que gobierne y que cuenta los días para que terminen sus cuatro años. Ya nadie se atreve a usar la incorrectísima expresión "negar la sal y el agua" que el senador socialista Aniceto Rodríguez le espetó a Eduardo Frei Montalva hace medio siglo. Pero hay quienes quisieran que ese fuera el criterio de moralidad frente al gobierno. Es un grupo de parlamentarios de distintos partidos (y algunos que ni siquiera lo son) que presiona por la izquierda para crear lo que el mismo Sartori llamaba "el efecto centrífugo", la fuga de los votos hacia los polos, espacios "moralizados" donde toda negociación significa una traición.

No se ha dicho con toda claridad que esto ya ha estado ocurriendo en Europa. Sólo que el resultado no ha sido el auge de la izquierda, sino el apogeo de una derecha más severa, que ya controla los gobiernos de tres países (Polonia, Hungria e Italia) y no cesa de crecer en otros siete (Francia, Austria, Suiza, Noruega, Dinamarca, Grecia y España). Desde el período de entreguerras no se había registrado un mapa semejante en Europa. Tampoco en América Latina, por si alguien lo ha olvidado.

El problema del "efecto centrífugo" es que no conviene a todos. Y esa inconveniencia es el sitio que han encontrado la DC y el PR –los más afectados por la implosión de la Nueva Mayoría- para redefinir, no sólo una posición de centroizquierda que se estaba licuando, sino también un modo de reconstrucción institucional. A fin de cuentas, el Congreso sólo ha de ser un aspecto de los partidos, ni siquiera el mejor prestigiado. Para mal y para peor, la reputación del Congreso no subió con la reforma del sistema electoral y todavía no ha logrado revertir la idea de que sólo permitió que algunos colocados lograsen un curul con menos de 10% de votación.

El gobierno inició lo que parecía una semana negra con la caída de tres de sus propuestas: el nombramiento de la jueza Dobra Lusic para la Corte Suprema; el proyecto Admisión Justa para los liceos emblemáticos; y la reforma previsional, con una negativa a la sola idea de legislar, que es como cerrar la puerta antes de la puerta.

No eran necesarias demasiadas horas para advertir que en los tres casos la oposición se disparaba en los pies. La figura del obstruccionismo terminaría de afear la escasa estética de un Congreso donde algunos votan con pancartas, una ansiedad expresiva conmovedora. El bloqueo de un Congreso marginalmente mayoritario tiene sus límites naturales: no se puede aplicar a toda y cualquier cosa. La parálisis de un país siempre tiene un culpable.

Con Admisión Justa la oposición puede tragar vidrio, porque el "bacheletismo subyacente" siempre podrá decir que se quiere revertir la reforma educacional. ¿Pero con las pensiones, que han estado en todos los discursos, promesas y programas, a rompe y raja en muchos de ellos, con estudio y cuidado en otros tantos? "La tinaja ciega de la voluntad llena de moscas", diría Pablo de Rokha.

La DC y el PR, los traidores. ¿A qué? Lo que ambos partidos hicieron fue obtener del gobierno las concesiones que les satisfacían; y esto es racional, porque en la oposición no hay una, sino decenas de ideas de cómo debe ser la previsión. Y lo mismo en la salud, la educación, el trabajo, la seguridad: ¿por qué no se va a repetir el guión: el gobierno empujando y unos cuantos contrarios negociando? Algunos no se han dado cuenta de que la DC y el PR no están sólo en el problema de reconfigurar su identidad, sino también su institucionalidad, su racionalidad y su disciplina. Hace algún rato que superaron el debate de qué parte de la escala pisan: ahora están ocupados de su proyección. Quizás al PS le ocurra lo mismo después de sus elecciones internas, cada vez más ásperas; mientras no pase ese momento, todo gesto, toda discrepancia, puede ser un delito.

Por allí pasó, dicen en los mentideros, la desgracia de la jueza Lusic. Aunque no contaba desde el principio con el "supervoto" de Guido Girardi, fue la desafección de los socialistas que la habían aprobado en privado la que selló su retiro, evitando una votación con potencial denigrante.

En vez de llorar el fracaso y reiniciar el fatigoso proceso de consultas que ha sido la práctica de más de 20 años, el presidente decidió romper el sistema y proponer sin más a una jueza de Valparaíso que someterá a una durísima prueba a los senadores: aprobar sin haber sido sondeados o rechazar por segunda vez a una candidata para el tribunal superior. El presidente ha roto de hecho el sistema que los propios senadores venían criticando. ¿Cómo se mostrará su voluntad ahora?

El gobierno logró dar vuelta su semana negra y ha dejado a la oposición envuelta en un guirigay de acusaciones e insultos, lo que confirma dos cosas: que sigue sin procesar las causas que la llevaron adonde está y que Sartoris otra vez tenía razón.