El sorpresivo 46% de Jair Bolsonaro en la primera vuelta de las elecciones presidenciales de Brasil redondea, al menos de momento, el giro a la derecha que ha venido viviendo Sudamérica, ahora completado con su porción más grande. Este movimiento ya se había registrado en Paraguay, Argentina, Colombia, Perú, Chile y, de manera algo más licuada, Ecuador.
La izquierda sufre un retroceso nunca antes visto bajo reglas democráticas. La socialdemocracia resiste solo en Uruguay, y el "socialismo del siglo XXI" se atrinchera únicamente en la dictadura venezolana y en la Bolivia de Evo Morales, que acaba de agotar su instrumento más rentable, el reclamo hacia Chile.
¿Hay un efecto de contagio entre estos países? No. Como siempre, América Latina se define mejor por su diversidad que por su unidad. ¿Hay entonces alguna similitud política? Tampoco: todos estos países son fuertemente idiosincráticos en sus dinámicas políticas internas. Y sin embargo…
El primer signo se produjo en Argentina, a fines de 2015, cuando el candidato de centroderecha, Mauricio Macri, puso fin al gobierno de 14 años del kirchnerismo, la forma más izquierdizada que haya adoptado el clientelismo peronista en toda su historia. El peronismo conservó sus rasgos históricos -tendencia autoritaria, captura del Estado y distribución a cambio de adhesión-, pero esta vez quien los administró fue su sector menos ilustrado y más mesiánico. La mujer símbolo, Cristina Fernández, está más cerca de la cárcel que de otro destino, y probablemente sobrevivirá solo en el recuerdo de los piqueteros y las barras bravas.
En el Perú de 2016, un candidato de la derecha económica, Pedro Pablo Kuczynski, venció en el margen a la candidata del populismo (también derechista), Keiko Fujimori, pero poco después el mismo Kuczynski negoció con un hermano de su adversaria un indulto al jefe de la familia a cambio de evitar su propia destitución por el Congreso. La semana pasada, la imagen de Keiko Fujimori esposada y rumbo a la cárcel proporcionó una brutal evidencia de cuán pusilánime fue el gesto de Kuczynski frente al chantaje de un clan marcado por la corrupción. En su lugar asumió su debilitado vicepresidente, Martín Vizcarra, que se ha hecho cada vez más fuerte mientras más se hunden sus antecesores.
A fines del mismo 2016, en Colombia, una inesperada mayoría de votantes rechazó el acuerdo de paz con las Farc. El gobierno del centroderechista José Manuel Santos se las arregló para mantener el fin de la guerra y los compromisos con los exguerrilleros, pero el resultado final de eso fue, a poco más de un año, el triunfo del candidato del uribismo (la derecha dura), Iván Duque, con un contundente 54%. ¿Qué ocurrió? Desde la izquierda hasta la centroderecha subestimaron el resentimiento del pueblo colombiano contra el medio siglo de violencia de las Farc, que condicionaron su rendición militar a la obtención asegurada de escaños parlamentarios, subsidios estatales y compensaciones económicas. La mayoría de los colombianos sintió esas prebendas como un ultraje a los sufrimientos de la violencia, y terminó votando por el candidato más anti-Farc de todo el repertorio, que inventó el concepto del "castrochavismo" para avergonzar a sus adversarios.
En 2017, ungido por el presidente "bolivariano" Rafael Correa, su vicepresidente por 10 años, Lenin Moreno, ganó las elecciones por dos puntos de ventaja. En solo unos meses, Moreno desmontó la máquina de poder de Correa y cercenó mediante un plebiscito el principal proyecto del expresidente: volver a postularse. Además, obtuvo apoyo para quitar todos los derechos políticos a quien sea condenado por corrupción…, mientras el principal investigado es el mismo Correa.
En el intertanto aparecieron Trump y, ahora, Bolsonaro. La justicia brasileña ha hecho posible que Lula pueda decir que la derecha ha triunfado porque no lo dejaron competir; la proscripción puede convertirse en consuelo. El hecho cierto es que en los últimos dos años y medio de la gestión de su delfín, Dilma Rousseff, Brasil tocó fondo. Miles de familias que habían saltado a la clase media en los años del mismo Lula regresaron a la pobreza entre el 2014 y el 2016. Es difícil reprocharle a esa gente indignada que, aunque sean cosas diferentes, culpe de sus males a la corrupción de los políticos, cuyo símbolo es el Partido dos Trabalhadores de Lula. El deterioro económico y la corrupción parecen también las causas -aunque estrictamente no lo sean- por las que Brasil alcanzó el año pasado el récord mundial de 63.880 homicidios, más de 170 diarios.
La mayoría de los observadores coinciden en que estos tres -desastre económico, corrupción política e inseguridad- son los pilares del ascenso de Bolsonaro, una respuesta extrema desde el enfado contra el petismo. Y eso que los brasileños no votan teniendo en mente la expansión de la corrupción por todo el hemisferio con el auspicio del PT...
Mirando este cuadro continental, resulta que Piñera encabeza en Chile la presidencia más moderada de la derecha. No solo dista de Bolsonaro y Duque, sino que procura moverse más hacia el centro. Pero de todos modos, en Chile, como en Argentina y en Colombia, la derecha ganó las elecciones presidenciales con el margen más holgado de su historia democrática, en una segunda vuelta que fue un verdadero rally contra la centroizquierda. Si Bolsonaro hiciera lo mismo, pasaría del 60% el próximo domingo 28.
Los brasileños no votan por los peruanos, ni estos por los colombianos, ni aquellos por los chilenos. Cada uno vota en función de sus propios problemas. Pero ¿qué ha pasado, que en menos de tres años la centroizquierda y la izquierda han sido desalojadas de casi todos los gobiernos democráticos de Sudamérica? Cuando ocurren estas cosas, los partidos serios se detienen a analizarlas; ¿qué puede estar ocurriendo?
Lo que hay de común en varios de estos casos -pero no en todos- es un debilitamiento del desarrollo económico (Brasil), a veces combinado con problemas estructurales (Argentina), a veces con desatención o incompetencia (Chile). Otro elemento común en algunos casos -pero tampoco en todos- es el enojo contra la corrupción, a veces personalizada (Brasil, Ecuador), a veces encarnada por clanes políticos (Argentina, Perú). Y hay también un rechazo a la violencia, no importa si su origen es el puro crimen (Brasil) o si es el producto de algún viejo pretexto político (Colombia).
Parece ser que la centroizquierda y la izquierda han estado demasiado encerradas en sus propios diagnósticos acerca de los derechos y las identidades, y ha dejado de ver la importancia de proponer horizontes más optimistas, ideas de futuros mejores.
No del todo, por supuesto, nunca nada es tan excluyente, y siempre se podrá contestar que en los parlamentos -es decir, donde se representan los problemas más concretos- estos sectores siguen teniendo fuerza. La utopía, sin embargo, se ha ido a otro lugar. Hoy, ahora, el 2018, en América del Sur, la tiene la derecha.
Esa es la noticia.