¿Se mide el éxito de un gobierno por su capacidad para dejar un sucesor de su mismo bando? En el largo plazo, sin duda: así se recuerda el período portaliano, parte de la república parlamentaria y el Frente Popular. Períodos de progreso económico y estabilidad política, seguidos, eso sí, por épocas de confusión, descontento y nostalgia.
Visto de esta manera, los últimos tres gobiernos de Chile han sido unos fracasos, aunque el primero de Bachelet fue también el cierre de otro ciclo exitoso, los dos decenios de la Concertación. Es verdad, sin embargo, que ni Bachelet en sus dos períodos, ni Piñera en el primero mostraron el menor interés por proteger la integridad de sus bases políticas. Se limitaron a constatar que la política ya no era como había sido, y a dormir.
En esta ocasión, Piñera ha dicho repetidamente que piensa en la continuidad del gobierno. Algunos de sus proyectos están planteados a ocho años y el equipo político de La Moneda tiene por prioridad mantener la unidad y la lealtad en Chile Vamos. El legado no es, como malentendieron algunos aficionados de la Nueva Mayoría, dejar leyes amarradas y dictar decretos de última hora. Es lo mismo que le falló al pinochetismo.
El estado penoso de la oposición no deja ver otra opción, ni aun para dentro de tres años. La semana pasada, la refriega por la presidencia de la Cámara de Diputados alcanzó límites miserables. A veces sucede esto: se cree haber tocado fondo, pero más abajo hay más fondo. La "hora" de la unidad opositora solo existe en algún reloj blando.
De triunfar la coalición oficialista, sería la primera vez en un siglo que la derecha adquiere el título de mayoría consistente y quizá lograría confirmar la idea (hasta ahora solo insinuada) de un cambio sociológico en la estructura política de Chile. O quizá algo más, algo grande, desbordado: ese soplo antiizquierdista que se ha instalado en Sudamérica -tributo a las Farc, Maduro, Ortega, los Castro-, ¿no dice algo mayor, no promete más flores en los árboles? ¿No se ha desfondado una noción de izquierda que imperó durante 60 años?
En el sueño de la tierra, para Chile Vamos "triunfar" significa dos cosas, no una: primero, mantener a la coalición unida, en una época de dispersión y egomanía; y luego, ganar elecciones. La Concertación mostró, en la segunda mitad de los 2000, que una alianza descuidada será muy pronto una alianza muerta; y que sin lealtad entre el gobierno y su sostén no hay cómo ganar en las urnas.
El diseño del gobierno de Piñera es nítido: un primer bienio dedicado a las reformas y medidas para cumplir su programa, mientras sus partidos se concentran en defenderlo y ganar las municipales del 2020; el segundo bienio es el de la competencia presidencial, donde tendría que converger la acción de los partidos con el cierre del gobierno.
Hasta hace unos días, la única fractura de este diseño era José Antonio Kast, que sigue funcionando por fuera de la coalición. De acuerdo con las encuestas más recientes, Kast podría haber incrementado entre dos y cuatro puntos el 8% que obtuvo en las elecciones. ¿Cómo? Capitalizando el descontento con el gobierno, esta vez el descontento de derecha que lo considera fofo y blandengue, especialmente en casos como el de La Araucanía. Kast ha desplazado a su sobrino liberal, Felipe Kast, precisamente en la región por la que fue elegido senador.
Kast también concita la simpatía de un electorado nacional-conservador, tradicionalista, portaliano, las "clases senatoriales y ecuestres" que deberían ser la base del senador Manuel José Ossandón. Ese electorado prefiere, mientras puede, la autonomía de Kast frente a los partidos y su firme pero educada confrontación de la primera vuelta, de apariencia más sabia que el apresuramiento vasto y ofensivo del senador.
Esta puede ser una de las explicaciones de la inopinada irrupción de Ossandón recordándole al Presidente lo que ya sabe, que su legado depende de que consiga continuidad. Ossandón, que siempre parece incómodo con la posición en que está, muestra urgencia por acelerar la competencia presidencial dentro del oficialismo, un esfuerzo que nada en contra de las necesidades del gobierno. La otra explicación de esta conducta es la consolidación del alcalde Joaquín Lavín, que le disputa el público nacional-popular y desafía sus capacidades municipales, único terreno donde Ossandón puede mostrar un cursus honorum.
Ossandón ha acusado al Presidente de no "dejar correr" a los posibles candidatos. Pero La Moneda solo tiene control real sobre sus funcionarios. Es un hecho a estas alturas que en la parte masculina del gabinete no se encuentran perfiles presidenciales, a pesar de que en el papel había abundantes contendores en potencia.
En Renovación Nacional quedan otras figuras que siguen estrategias divergentes con las de Ossandón y Lavín. El senador Francisco Chahuán, activo en recorrer el país de arriba para abajo con la firme decisión de convertirse en la gran figura del regionialismo. Y Andrés Allamand, la reserva con instrucción, firme defensor del gobierno, el único que sabe que el viento se lleva las flores de los cerezos.
Así que la cuestión de la sucesión no puede ser prioridad del gobierno, so riesgo de desbaratar lo poco que tiene: una coalición culpable de no haber ganado la mayoría parlamentaria que le habría brindado una vida muy distinta. En los mentideros de esa derecha, la misma que solo salió de los salones en la segunda vuelta presidencial, que siempre mira en menos las elecciones de las bajas autoridades, la derecha despectiva de la menor escala -perfecto reflejo de la izquierda que se mira en ella-, en esa derecha complaciente se ha convertido en un deporte apostar sobre el sucesor, saboreando la idea de que en la papeleta del 2021 los centros y las izquierdas continuarán riñendo como han hecho con tan singular destreza durante el primer año de derrota.
Pero incluso en ese plan deportivo solo aparecen figuras espectrales, políticos hechos de humo que no terminan de materializarse, a los que algo les falta para volverse nítidos. La sucesión no es un hecho dado.