Se puede poner el acento en la fortaleza que tuvo la Presidenta Michelle Bachelet para soportar ese golpe feroz que fue, justo antes de cumplir el primer año de gobierno, el estallido del caso Caval. O, al revés, se puede poner el énfasis en la imprevisión de no sanitizar el entorno presidencial y dejarlo a salvo de incidentes como este, que obligó al hijo de la Presidenta a renunciar a un cargo al que nunca debió ser destinado y poco después arrasó con el equipo político.
Pero ¿tenían que ser las cosas como han sido? ¿Tenía que extenderse la ya muy larga sombra de ese infortunio hasta los ultimísimos días del gobierno? Tal como ha evolucionado, parece que el caso Caval habría seguido persiguiendo a la Presidenta si su mandato hubiese sido más largo, incluso si la economía hubiese mejorado por pura mecánica, como le gusta imaginar al ministro de Hacienda. A fin de cuentas, Sebastián Dávalos ha sido formalizado sólo en días recientes, con una acusación conexa -no directa- respecto del caso principal. Y si eso no bastara, está también la amenaza de Natalia Compagnon, que desea acusar de extorsión al fiscal que le propuso un juicio abreviado. La justicia suele tener una mecánica que no baila al mismo compás que la política.
De modo que no habría paz de ningún modo. Pero incluso con el desgarro personal que de seguro producen, estas cosas están lejos de la majestad republicana de la Presidencia, pertenecen a los andurriales por donde suelen transitar los problemas familiares, esas cosas pedestres que pueden ser invasivas, pero que también ocurren en su esfera propia y casi siempre privada. La Presidenta logró, por difíciles tres años, meter esos trastos en el armario.
Por lo tanto, no tenía que ser como ha sido. No era inevitable. No era necesario que un ministro de Justicia cambiara, cinco días antes de entregar su cargo junto con la Presidenta, la designación de un notario para entregársela a un exfiscal que fue justo el primero en examinar el caso Caval. No era necesario brindarle este lirio cortado.
Excepto sus reiterados deseos de ser designado notario -deseos que comparten muchos abogados del aparato público-, no hay antecedentes para pensar que el exfiscal Luis Toledo tenga algo que ver en el asunto que lo envuelve. El caso es que, por perfecta que sea su inocencia, no atempera en nada la gravedad del caso.
Tampoco se ve con claridad cuál es el "favor" que eventualmente se le estaría devolviendo, a menos que sea el de no haber formalizado a Sebastián Dávalos -aunque sí a su esposa-, cuando lanzó su ya famosa formalización masiva de enero de 2016, después de la cual fue trasladado a Santiago por necesidades personales. Para decirlo brutalmente, sería una retribución un poco grande para un favor un poco chico. Por lo menos, en apariencia; es decir, salvo que haya cosas que aún son desconocidas.
No se ve el "favor", pero los hechos de los primeros días de marzo muestran que hay algo extraño en un asunto que debería ser corriente.
Justamente, son las apariencias las que han saltado por los aires y han convertido a este episodio en el más serio de los cuatro años de gobierno. La información recogida por La Tercera PM indica que el ministro de Justicia explicó a su equipo el cambio del nombramiento del notario por una "orden superior". Jurídicamente, no hay ninguna autoridad superior a un ministro que la Presidenta, aunque sea igualmente cierto que en la realidad existe un entourage que actúa au nom de… a veces sin que la autoridad verdadera ni siquiera se entere. Sin embargo, una ilegalidad cometida por el entourage no exculpa al titular de la autoridad.
Ilegalidad puede ser una palabra equívoca. Al menos en principio, este no es un asunto penal, ni siquiera administrativo. Es político. El tema es la corrupción, en el particular sentido de la cuarta acepción de la RAE, esto es, "la utilización de las funciones y medios [de las organizaciones, especialmente en las públicas] en provecho, económico o de otra índole, de sus gestores". En un Estado democrático, esto es algo que concierne al Congreso. El misterio de la legislatura que se inicia hoy es que nadie sabe cómo actuará en los casos donde se requiere evaluación en conciencia y no puros gestos militantes. Esta incertidumbre funciona para un lado y otro, pero allí puede el nuevo oficialismo hallar el espacio para hurgar en el misterioso cambio de notario del 6 de marzo.
El caso podría ser otra de las desprolijidades con que terminó el gobierno, y entrar en el paquete de leyes testimoniales de última hora o en el de las angustias de tener que entregar los ministerios y las oficinas a los adversarios. Pero es que esto es poco verosímil. El miembro de la terna que elegido originalmente para el cargo fue avisado de que así había sucedido, y re-avisado dos días después de que en realidad no, no era él, era otro, el ex fiscal Toledo, que siguió las primeras huellas del caso Caval.
De no haber una buena explicación -pero buena, no como la que dio el ministro Jaime Campos con su habitual humor involuntario-, el segundo gobierno de Bachelet podría pasar a ser discutido, ya no alrededor del balance de sus hechos, sino en un amargo debate parlamentario cuyas primeras preguntas serían: ¿Quién dio la orden, quién instruyó al ministro para que cambiara el nombre del designado, por qué fue tan imperativa la instrucción? La cadena que sigue no es difícil de imaginar.
Por lo que se sabe, el gobierno de Sebastián Piñera ha tomado la decisión de buscar acuerdos amplios en todo lo que sea posible, incluso en aquellos temas que puedan incomodar a su propia coalición. Sería un esfuerzo por retomar el clima político de los 90, con todas las nuevas condiciones que suponen los casi 30 años de distancia. Pero esa voluntad no garantiza que en el Congreso el nuevo oficialismo plante una cara más agresiva ante el "legado" que ha proclamado el bacheletismo.
A su turno, la nueva oposición ha anunciado en todos los tonos que será dura y que pondrá un muro ante el más mínimo intento de tocar el "legado". Algunos parlamentarios de la devastada Nueva Mayoría lo dicen con cierta fruición. Pero ese comportamiento podría crear el clima más propenso para que el caso Caval sea reflotado en el Congreso, ahora gracias a la sorprendente designación de un notario.
En verdad, es un asombro: las cosas no tenían por qué ser de este modo.