La nominación del gabinete de Sebastián Piñera sembró más inquietud en la izquierda de lo que parece razonable. El presidente se debe a sus votantes, no a quienes serán sus opositores. No está obligado a dares en el gusto a estos últimos, y menos en el clima polarizado y nervioso que dejó la segunda vuelta de diciembre. Lo que hizo, por lo tanto, fue distribuir el poder entre sus seguidores, divididos en tres grupos: su personal de confianza, los partidos de su coalición y esa nueva categoría que son los exparlamentarios. Hasta aquí, todo sencillo: nadie podría haber esperado otra cosa.
Piñera fue incluso menos provocador que en el gobierno anterior, cuando intentó seducir a la DC nombrando ministro a Jaime Ravinet. Esta vez hay dos ministros que parecen haber cruzado la frontera, aunque no necesariamente ahora ni con saltos demasiado largos: Antonio Walker y Alejandra Pérez, que de todos modos no son militantes de nada.
La polémica política en torno a algunos nombres se ha basado en las opiniones personales emitidas antes de sus nombramientos. Pero en un ambiente donde todo el mundo usa los circuitos digitales como un espacio deletéreo para opinar sobre cualquier cosa, cada vez será más necesario archivar esas cosas como las inconductas escolares. Lo que escriba un fulano no será lo que piense ni menos lo que vaya a hacer en un cargo: así parece que va a ser el futuro. La escritura está perdiendo su carga de responsabilidad.
El gesto más atrevido del gabinete es, por lejos, el nombramiento de Alfredo Moreno en el Ministerio de Desarrollo Social. Desde luego, es un signo fuerte instalar al presidente del empresariado en el sillón que ocupaba un militante comunista. Pero este simbolismo primario es menos importante que el de segundo grado: es claro que el avispado ministro Marcos Barraza no ha tenido en el gobierno actual ni un cuarto de la importancia que tendrá Moreno en su lugar. El excanciller participa del círculo de confianza del presidente junto con los otros tres ministros de La Moneda.
La designación de Moreno fue el resultado de por lo menos cuatro reuniones conocidas con el presidente (probablemente, varias más), lo que permite suponer que sus implicancias fueron revisadas con especial profundidad. Ya se ha dicho -y con profusión- que Moreno podría ser elevado a candidato a la sucesión desde ese puesto de privilegio.
Esta expectativa, que a primera vista parece muy elogiosa, puede convertirse en la principal dificultad de su gestión: ser continuamente medido como un presidenciable en ejercicio significa una vigilancia ultra-exigente y la permanente tentación de sus adversarios de derrotarlo por anticipado. En este caso, la palabra "adversarios" no incluye sólo a la oposición de izquierda, sino también a los que aspiran a suceder a Piñera desde su misma coalición, que -todo hay que decirlo- serán siempre los más peligrosos. Hoy, los tiburones blancos pueblan más ese sector que el otro.
La cuestión presidencial es atractiva, porque combina frivolidad con ligereza. El hecho de fondo, en cambio, es que la instalación de Moreno en ese ministerio supone que el gobierno de Piñera tiene la decisión de plantar cara a la izquierda en lo que ésta ha considerado su territorio exclusivo, la preocupación particular por los sectores vulnerables de la sociedad. La derecha no había tenido un objetivo tan ambicioso desde que Pablo Longueira se lanzó a disputar el territorio poblacional con la "UDI popular". En las últimas elecciones, el senador de RN Manuel José Ossandón inventó el concepto de "derecha social". Pero quien tiene la manija del poder del Estado es Piñera, y él ha decidido que su lugarteniente en este desafío sea Alfredo Moreno. En otras palabras, que a Moreno le corresponderá la vanguardia de lo que la derecha llama "la batalla por las ideas" y que la izquierda denomina "la hegemonía cultural".
Parece evidente que su primera tarea consistirá precisamente en reinterpretar qué es lo que se debe entender por vulnerabilidad en la sociedad chilena de hoy, ajustada a la modernización desigual y zigzagueante que ha venido viviendo. El énfasis que ha puesto Piñera en las clases medias y en la tercera edad es un indicio: sugiere que el esfuerzo oficial se dirigirá a esos grupos recién salidos de la pobreza que sienten temor de todo, incluso de que uno de ellos viva demasiado y los cubra de gastos de supervivencia. Del lenguaje que usa el programa del nuevo gobierno se desprende también que la unidad para abordar este universo sería siempre la familia. Y, claro, el operador, el Ministerio de Desarrollo Social.
En cierto modo, Moreno ya había aceptado un desafío concomitante al asumir la presidencia de la CPC en un momento de incertidumbre y retroceso del empresariado. Ninguna parte de este sector, ningún grupo relevante podría negar que vivió el período de la Nueva Mayoría con una mezcla de extrañeza y suspicacia como no había tenido desde fines de los 80: la retroexcavadora se convirtió en su figura favorita no porque tuviera gran profundidad ideológica, sino porque vino a ponerles nombre a sus ansiedades; y se convirtió -como quizás deseaban- en la maldición del segundo gobierno de Bachelet.
En ese cuadro, el proyecto de Moreno tenía que ser el de "salvar y proteger" a un sector económico y social que se sentía desamparado. No hace falta subrayar que el verdadero amparo vino con el resultado de las elecciones. Pero esto mismo hace que el traslado de Moreno desde uno hasta otro punto del circuito tenga más significaciones de las que se divisan a primera vista.
Representar a los empresarios es, de entrada, un hándicap negativo para asumir un ministerio como el que se le ha entregado; hasta parece un contrasentido. Pero si, en los breves plazos en que se mueve un gobierno, lograse mostrar que no es así, que también se puede ver las cosas de otro modo, que no hay tal hándicap y que el ojo de la aguja puede ser grande, ya habrá ganado la mitad de la batalla.