El estallido social del viernes tomó a todo el mundo por sorpresa. En consecuencia, después de la orgía de destrucción en cientos de puntos de Santiago, ha venido un carnaval de demagogia por parte de los dirigentes políticos. Forma parte del libreto de este tipo de fenómenos que después se precipiten las interpretaciones según las cuales los hechos se podían prever, la tensión se sentía en el aire, los símbolos se multiplicaban, la temperatura estaba subiendo, el descontento se presentía y así por delante, con todos los lugares comunes que sea posible acumular.

Pero el santiagazo lo ha desbordado todo. Los hechos sugieren que al afectar las líneas del Metro se tocó el sistema nervioso, no ya de la ciudad, sino de todo el cuerpo social. Pero sólo del sistema nervioso, porque el Metro no  tiene nada que ver en Valparaíso, Viña del Mar o otras ciudades Alguna parte de la incontrolable violencia de la noche del viernes se explica por la desesperación de no poder desplazarse en una ciudad convertida de pronto en un espacio de terror.

Va a pasar algún tiempo antes de que se sepa cuánto de la conmoción de la semana pasada fue espontáneo y cuánto hubo de planificado. Una de las cosas más desconcertantes es de orden lingüístico. La palabra "evasión", en el preciso sentido de no cumplir una obligación, habría de tender una connotación negativa en un entorno social donde se respetan derechos y deberes. De manera inesperada, a partir del Transantiago "evasión" adquirió la connotación de un acto de justicia (o al menos, de venganza) en contra de un servicio que por años ha sido una catástrofe. "Evadir" dejó de ser un acto reprochable, la autoridad fracasó en el esfuerzo de convertirla en una imputación.  Y la semana pasada mutó hacia el eslogan inicial de una insurrección colectiva respaldada por una causa justa.

Era difícil imaginar que el lenguaje paralelo de la evasión se convirtiera en una consigna eficaz para protestar en contra de un alza de los pasajes del Metro. Pero no era impensable que la evasión en el caso del tren subterráneo significara destruir sus instalaciones. Es cierto que hay un paso largo hasta incendiar las estaciones y saquear los comercios cercanos, aunque es bastante obvio que una vez lanzada, una perturbación de este tipo no se detendrá por sí misma.

La criminalización de los "evasores" ensayada después del gobierno no tranquilizó el ambiente, posiblemente porque la connotación ya se había desplazado completamente. El gobierno nunca tiene el control del lenguaje, aunque suele creer lo contrario. Por supuesto, el cambio de connotación tampoco se produce en el aire, necesita hechos que lo sustenten, una justificación para que la obligación se convierta en injusticia. Pero algo de eso han percibido quienes, después de paralizar el Metro, se concentraron el sábado en incendiar buses. La gente quema cosas sólo cuando siente una frustración vital muy honda.

Los que sostienen la tesis de la total espontaneidad tienen que buscar alguna explicación sociológica más o menos difusa, alguna generalidad con la que se describa, más que el fenómeno, las supuestas condiciones que la produjeron. La generalidad más importante es la rabia, pero eso describe la consecuencia, no la causa. ¿Viven rabiosos los chilenos, los santiaguinos, en su estado cotidiano? La sociología ya sabe que no existe algo así como una "sociedad satisfecha" (cada cierto tiempo lo confirma Francia), así como no existe una permanentemente insatisfecha. Donde quiera que se la clasifique, la chilena parece propensa a estallidos periódicos, a propósito de un torneo de fútbol, de una catástrofe natural o de cualquier otra cosa que ofrezca un espacio de impunidad.

Pero hay quienes creen que la espontaneidad del santiagazo es sólo una parte del fenómeno y que hay una cierta agitación planificada en curso, cuyas expresiones mayores podrían vivirse alrededor de la COP25. Si esto es así, el gobierno y la clase política están entrando en un callejón más complejo de lo que hasta ahora se ha imaginado.

La diferencia entre estas dos interpretaciones permitirá evaluar hasta qué punto la declaración de estado de emergencia por parte del presidente ha sido adecuada, tardía o desmedida. De momento, la imagen de los militares en las calles de Santiago puede haber arruinado al gobierno de Piñera, pero no es nada claro que esto ayude a los partidarios de la protesta social –en líneas muy generales, la izquierda- o que, por el contrario, estimulen a los que promueven una disciplina social más enérgica. Esta es otra lección de esas lecciones olvidadas de la historia: cuando gana la ultraizquierda, siempre gana también la ultraderecha.