Columna de Ascanio Cavallo: The best
Lo que importa, es lo que subyace a estos espasmos de última hora, la idea de que no hubo una derrota electoral que pueda interpretarse como un juicio sobre el gobierno, sino una derrota electoral que les ocurrió a otros, a unos terceros que poco y nada tienen que ver con lo que hizo La Moneda en los pasados cuatro años.
La peor idea de los últimos meses ha sido el reconocimiento que los jefes de Carabineros querían rendirle a la Presidenta Bachelet, en un confuso acto privado que falló por "problemas de agenda". Toda una fortuna que la agenda estuviera tan cargada, porque ¿cómo se podría considerar memorable que el alto mando más discutido desde los tiempos del general Stange le expresara su gratitud a quien, por lo demás, es su jefa?
El lapsus mentis de Carabineros no se consumó y pasará al olvido que merece, pero, para infortunio del gobierno, se produce en el marco del más extraño traspaso de mando en 24 años. Y si son sólo 24 es porque nada ha superado las descortesías y las desinformaciones que produjeron algunos de los funcionarios de Pinochet que debían entregar funciones a la gente de Patricio Aylwin.
Lo extraño del caso actual es esa especie de rencor con que la Nueva Mayoría deja el gobierno. Las expresiones son amplias: van desde el humor asordinado del ministro Nicolás Eyzaguirre diciendo que con un año más se habría podido probar que las bajas cifras de la economía sólo se debieron a factores externos, hasta la curiosa convocatoria de unos "bacheletistas furiosos" para despedir "al mejor gobierno desde el regreso a la democracia" con un acto en la Plaza de la Constitución, ¡a las 8 de la mañana del domingo 11 de marzo!
En este último caso no se sabe si "furiosos" significa "rabiosos" o "fervientes" -como los ciclistas, hace algunos años-, pero envuelve un desafiante llamado a la movilización a sólo unas horas de que la Presidenta entregue la piocha. Con un hashtag que no deja dudas: "Nos vemos en cuatro años".
Parte de estos sentimientos de frustración pueden haber sido estimulados por el desbordante entusiasmo que han venido mostrando los funcionarios ya designados por el nuevo gobierno. Entre los más fervorosos se ha venido promoviendo también la idea de una gran celebración, en la misma Plaza de la Constitución, para la tarde del 11 de marzo, cuando el Presidente ya investido regrese de Valparaíso. Atrevimiento similar a su contrario: como si la campaña electoral continuara y la liza política siguiera poniendo a prueba las capacidades de movilización.
A pesar de que los partidos se declaran insatisfechos, como es usual, es ostensible que el Presidente Piñera ha hecho un minucioso esfuerzo por equilibrar militancias, competencias y energías, y el resultado es un gobierno inequívocamente de derecha, que necesitaría desplegar muchas señales para recuperar el aire de centro que tuvo durante parte de su campaña. Que lo quiera hacer o no es algo que concierne a su estrategia política, pero no ofrece ninguna duda respecto de su identidad.
Este también puede ser un factor de enervamiento para el gobierno que termina. Las reuniones entre ministros entrantes y salientes –masivamente coordinadas para el primer día de marzo- son una buena idea desde el punto de vista de los rituales cívicos, pero resultan completamente insuficientes en cuanto a traspaso de información: es iluso suponer que en un par de horas se entregarán las siempre voluminosas tareas de un ministerio. Quizás no haya otro modo de hacerlo, pero en ese caso quizás sea hora de revisar los extensos tres meses que median entre las elecciones y la entrega del poder, tiempo que sólo se justificaría si se tratara de un proceso progresivo. Como lo dejó en claro el ministro Marcos Barraza con su negativa a reunirse con su sucesor antes de la fecha programada, no hay tal proceso. Un reporte, la lista de compras y adiós.
Tampoco hay mucha estética en el envío de proyectos legislativos en la hora nona, incluso bajo el pretexto de cumplir promesas de campaña o compromisos de coalición. Más que expresar una necesidad política, esos actos parecen simbolizar cierta impotencia ante el hecho de que los cuatro años se acaban y que el gobierno se termina.
Es como una manera oblicua –subliminal sería demasiado- de decir que los cuatro años son muy poco, que se necesitaría más (a lo Eyzaguirre), que quizás otros cuatro, en fin, todo lo que los gobiernos de cualquier tiempo y latitud sugieren cuando las malditas reglas los obligan a marcharse a casa.
Nada de esto es demasiado raro. Hace ya 24 siglos, Tucídides advirtió que en los seres humanos "lo único que no envejece es el amor a la gloria".
De modo que no se descubre un territorio ignoto. Lo relevante, lo que importa, es lo que subyace a estos espasmos de última hora, la idea de que no hubo una derrota electoral que pueda interpretarse como un juicio sobre el gobierno, sino una derrota electoral que les ocurrió a otros, a unos terceros que poco y nada tienen que ver con lo que hizo La Moneda en los pasados cuatro años, incluyendo, por supuesto, las promesas que cumplió o dejó a medio cumplir. La competencia electoral fue un accidente donde se partieron la crisma otros, pero eso está lejos de las convicciones del gobierno, hasta el punto de que puede seguir enviando proyectos.
El otro implícito es que no es necesario analizar tanto lo que ocurrió en las elecciones, habiendo, como las hay, tantas explicaciones disponibles. No se le dio tanta vuelta el 2010 y, sin embargo, no pasó realmente nada dramático. Las cosas pueden ser más sencillas, basta con que los candidatos no sean tan malos y con que el ciclo externo se ajuste con el interno, en fin…
La centroizquierda solía ser orgullosa de su capacidad de autocrítica, análisis en los que podía gastar horas y papers hasta dar con un par de conclusiones. Era su principal capital intelectual. ¿Cuándo y dónde lo perdió?
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