Columna escrita por las directoras de Comunidad de Mujer: Mercedes Ducci, Janet Awad, Esperanza Cueto, Paula Escobar, Anita Holuigue, Carla Lehmann, Alejandra Mizala, Andrea Repetto, Marcela Ríos, María Teresa Ruiz, Alejandra Sepúlveda, Loreto Silva y María Elena Wood.

Este 8M será recordado como una de las conmemoraciones del Día Internacional de la Mujer Trabajadora más movilizadoras de los últimos tiempos. Es imposible desconocer el poder e impacto que ha concitado esta fecha emblemática en la reivindicación de derechos y la igualdad de género en Chile.

Las mujeres en todo el mundo se han unido en un coro de voces diverso y transversal, para llamar la atención sobre las discriminaciones que aún sufren diariamente y que, no por estar socialmente normalizadas, parecen aceptables. Han querido que se escuchen sus historias, sus experiencias, sus demandas, sus reflexiones, porque está claro que hasta ahora no han sido suficientemente oídas, aun cuando las acompañe una avalancha de evidencia, de argumentos a su favor y una adhesión ciudadana cada vez mayor y sin precedentes desde el retorno a la democracia.

La estrategia estos días ha sido darles, nuevamente, un sentido de urgencia a las transformaciones normativas, sociales y culturales que se requieren. Ya el mayo feminista de 2018 logró convertir la equidad de género en prioridad política, otorgándole una preponderancia inusitada en la agenda gubernamental, la cual valoramos. Pasado casi un año, estamos convencidas de que se requieren más resultados concretos y visibles.

El amplio llamado a huelga deja algunas grandes preguntas sobre la mesa. ¿Puede ser realmente tan amenazante que las mujeres se planteen dejar de trabajar por un día? ¿Querer comprobar en los hechos qué pasa cuando bajan los brazos y dejan de hacer y de aportar como acostumbran, en lo privado y en lo público? ¿Preguntarse cuál es el valor económico de su trabajo doméstico y de cuidado no remunerado?

Se trata de un reclamo transversal por más justicia social, una educación no sexista, autonomía, oportunidades económicas, igualdad en los salarios, acceder a posiciones de poder y toma de decisión, recibir protección efectiva contra la violencia y los abusos, corresponsabilidad en el reparto de roles y pensiones que no las empobrezcan aún más. Y eso, los 365 días del año. No solo un día conmemorativo.

Ciertamente, el ciclo de vida de las mujeres, como bien documenta el Informe Género Educación y Trabajo 2018 (GET) de ComunidadMujer, da cuenta de una menor valoración hacia ellas, de mayores obstáculos y desigualdades. A pesar de todo lo avanzado, de los cambios gigantescos registrados entre generaciones, de contar hoy con las mujeres más educadas en la historia y las primeras que, a los 30 años, alcanzan el 70% de participación laboral, mucho más tiene que cambiar.

¿Qué es lo urgente hoy y cómo avanzar? Es la pregunta recurrente estos días.

Lo primero: la educación. Porque ahí está el origen de lo que hemos llamado el ciclo de la desigualdad. Debemos derribar los cimientos culturales que legitiman la violencia, que establecen asimetrías en las relaciones de género desde que nacemos, profundizan la división sexual del trabajo, estereotipan los roles y limitan las oportunidades, sueños y trayectorias de vida de las mujeres, pero también de los hombres.

Por eso, es clave intervenir desde temprano en la enseñanza en todas sus etapas, porque es aquí donde la deuda se acrecienta cada vez más. No hemos abordado seriamente el gran desafío de la calidad de la educación y menos transformar la igualdad de género en un pilar estratégico y estructural de ella.

En enero pasado, la Comisión por una Educación con Equidad de Género, convocada por el Mineduc, y de la que ComunidadMujer fue parte, entregó más de 50 propuestas al gobierno, en las que se logró consenso para avanzar en esta materia. En el horizonte de la discusión siempre estuvo el lograr que todos y todas se beneficiaran equitativamente de las oportunidades y de los impactos positivos del desarrollo del país. Por eso, no se entiende que las autoridades, en el plan anunciado posteriormente, solo se hayan hecho cargo parcialmente de la promoción de la equidad de género, a través de una educación no sexista.

Vemos con preocupación la posibilidad de que este ámbito tan relevante quede relegado a segundo orden o reducido a un listado de iniciativas valiosas, pero sin una estrategia transversal de intervención de la política pública, sin un impulso fuerte y comprometido desde la institucionalidad que, además, dé continuidad a lo ya realizado. Esto es de la mayor relevancia también para el combate de la violencia contra las mujeres y las niñas. La experiencia internacional demuestra que a través de una educación no sexista se previene de manera más eficaz esta lacra social.

Porque una de cada tres mujeres y niñas sufren de algún tipo de violencia en nuestro país y la percepción mayoritaria (77%) es que esta ha aumentado en los últimos cinco años (Subsecretaría de Prevención del Delito, 2017). Sin ir más lejos, en 2018 se registraron 42 femicidios consumados y 118 frustrados.

Tras más de dos décadas desde la promulgación de la Ley de Violencia Intrafamiliar (1994), sabemos que el fenómeno sigue enquistado. De ahí la importancia de visibilizar las diversas formas de violencia machista, muchas de ellas cotidianas, contra mujeres y niñas y que no son reconocidas como tales.

Pero el esfuerzo también debe ser legal. Porque seguimos teniendo una normativa muy por debajo del estándar internacional. Es más, hoy en día existen más de 50 proyectos sobre violencia en el Congreso y no son, necesariamente, una señal de progreso en la comprensión y abordaje del fenómeno.

Necesitamos avanzar aceleradamente. Ello demanda contar con una ley que reconozca las múltiples formas de violencia que afectan a las mujeres (física, psicológica, sexual, económica, simbólica, entre otras) y cómo estas pueden darse en el espacio público, en relaciones que no son de convivencia y puertas adentro, y también en el pololeo.

Por último, la legislación laboral también debe ponerse al día y asumir, de una vez por todas, que las responsabilidades familiares son de trabajadores, trabajadoras y de la sociedad en su conjunto, igualando derechos y obligaciones, costos de contratación entre hombres y mujeres y asegurando el cuidado institucionalizado para sus hijos e hijas menores.

Lo hemos dicho fuerte y claro: una reforma tan esperada como la ley de sala cuna, hoy en discusión en el Senado, no debe entramparse en su tramitación y/o en trincheras ideológicas. Debe aprobarse sin dilación, este año, con todas las mejoras que sean necesarias, avanzando hacia la cobertura universal, a la inclusión de los padres trabajadores en el beneficio y a un modelo de financiamiento solidario que evite exclusiones.

Se trata de una iniciativa indispensable para aumentar la participación laboral de las mujeres y cerrar la brecha salarial, que crece a medida que envejecemos y es mayor entre aquellas con más educación, pudiendo llegar hasta un 30%. Por último, es fundamental para avanzar en corresponsabilidad social y parental, en definitiva, para brindarles a las familias la opción de compatibilizar la vida y el trabajo.

Aun cuando es claro que no todo son leyes, estas son necesarias para establecer las reglas del juego de la democracia, la convivencia social, además de sentar las bases para el cambio cultural y el desarrollo sostenible. En un año en que nuestro país está siendo sede y anfitrión de Apec, el foro económico de Asia Pacífico, y que debe rendir cuentas ante la Comisión de la Condición Jurídica y Social de la Mujer de Naciones Unidas, #ApuremosLaCausa. Las mujeres hoy lo estamos gritando. R