La reunión de la Alianza del Pacífico en Puerto Vallarta ha servido para que los cuatro países que lo componen y los del Mercosur den un salto cualitativo en el empeño por integrar ambos bloques. Ese salto no vino dado por acciones concretas sino por intenciones manifiestas y un plan de acción que podría, con suerte, honrarlas.
Este no es un asunto burocrático sino, junto con la defensa concertada de la democracia frente a las tres dictaduras que subsisten, tal vez el gran asunto de política exterior en el apartado latinoamericano. Lo es por razones intrínsecas, pero también por lo que este proyecto significa en estos tiempos. Frustrado el "Tras-Pacific Partnership", tensadas al máximo las cuerdas de la integración europea y abiertas, nada menos que desde Washington, las hostilidades arancelarias contra el comercio de medio mundo, el que los países que abarcan el 80% de la población y el 85% de la economía de América Latina agiten las banderas del libre intercambio y la libre circulación de cosas y eventualmente de personas tiene un aire a desafío, a rebeldía, a paradigma en competencia con las políticas que emanan hoy de varios países líderes de Occidente.
Algunos mandatarios, por ejemplo Sebastián Piñera, se permitieron hablar en términos que colocan el proyecto de integración entre la Alianza del Pacífico y el Mercosur en clara contraposición con los conceptos proteccionistas y nacionalistas que animan a la Administración Trump. Uno de los efectos de la irrupción del populismo y el nacionalismo en las grandes democracias liberales y de la ofensiva internacional contra la inmigración es que se ha vuelto normal enfrascarse, de tanto en tanto, en escaramuzas verbales entre países amigos e incluso entre aliados. Esto tiene de positivo que gobiernos pequeños pueden hoy darse el lujo de recordarles algunas verdades públicamente a gobiernos grandotes sin temer represalias. También Mauricio Macri, en varias oportunidades, se ha permitido contrastar abiertamente su posición a favor del libre comercio con la tendencia que predomina hoy en la Administración Trump.
Todo esto catapulta a la Alianza del Pacífico, que es quien parece llevar por ahora la voz cantante en el proyecto de integración de los dos bloques, a un rol más político del que había tenido. Una de las cosas importantes que se echaban en falta en la Alianza era, precisamente, un cierto perfil político. Porque el libre comercio no fue y no será nunca un tema puramente técnico: solo en un mundo donde ciertas ideas y ciertos valores preponderen sobre otros estará garantizada la existencia de espacios de intercambio sin trabas o con mínimas trabas. ¿Hay mejor ejemplo de esto que lo que está sucediendo en los Estados Unidos de Trump en materia comercial o en el Reino Unido en lo que atañe a su relación con la Unión Europea? Solo porque ciertas ideas y valores han ido perdiendo lustre frente a una oferta intelectual de signo contrario han logrado el populismo y el nacionalismo ocupar un lugar tan importante en las democracias de Occidente. Que Angela Merkel dijera hace pocos días, a remolque de las turbulentas reuniones de los gobernantes europeos con Trump, que en el futuro no se podrá confiar en la superpotencia norteamericana, da una medida bastante justa de lo que está en juego, que no es un asunto de aranceles, aunque sea eso también, sino de visiones de mundo, de eso que los alemanes llaman, con pizca de grandilocuencia, "weltanschauung".
Por tanto, la integración de ambos bloques -cuya materialización está aún lejos de ser segura- tiene una dimensión política, por muy reacios que hayan sido los gobiernos de México, Chile, Perú y Colombia a darle ese perfil en años recientes. Esa timidez tenía una explicación: campeaban todavía en buena parte de la región regímenes populistas de izquierda, algunos de naturaleza autoritaria. Una defensa política de los ideales de la Alianza, se pensaba en las cancillerías, podía provocar conflictos agravando las diferencias ideológicas. Por la naturaleza altamente intervencionista del populismo autoritario, cualquier enfrentamiento ideológico entre gobiernos se podía fácilmente convertir en un conflicto interno para los miembros de la Alianza, que eran democracias liberales por lo general distantes del populismo.
Este razonamiento era una ingenuidad. Quizá fue también un tiempo perdido porque a la larga iba a ser indispensable asumir que la Alianza es, además de un espacio de intercambios con barreras bastante disminuidas, depositaria de una cierta idea del desarrollo sin la cual será muy difícil que la región latinoamericana en su conjunto dé un paso al frente en el mundo global. En buena hora la iniciativa de integrar ambos bloques ha impulsado a la Alianza a expresar ante los demás su visión del mundo.
La acompañan en esto, por cierto, algunos países del Mercosur, el bloque con el que aspira a integrarse, cuyos líderes y gobiernos están ahora alineados con lo que representa la Alianza. Esa duplicación (en verdad multiplicación, por el tamaño relativo de países como Brasil y Argentina) de la voz (semi)liberal en la política regional le da a la iniciativa conjunta una importancia que desborda América Latina.
Planea -y seguirá planeando en el futuro cercano- sobre este proyecto de integración una enorme duda: el México de López Obrador. En el preciso momento en que los gobiernos del Mercosur se alinean con los de la Alianza, uno de los miembros de la Alianza aparentemente se desprende, en términos ideológicos, del grupo. Y no cualquier país, sino la segunda economía de América Latina, uno de los tres pilares de la integración norteamericana.
Sin embargo, es pronto para saber qué hará López Obrador una vez que asuma el poder a principios de diciembre (el tiempo casi geológico que transcurre entre la elección de un presidente mexicano y su toma de posesión merece, por cierto, muchas columnas). Tendrá en sus manos un poder desproporcionadamente grande. No solo contará con mayoría absoluta en el Congreso: sumando unos cuantos congresistas más de esos que nunca es difícil atraer del frío al calorcito, dispondrá incluso del porcentaje necesario para cambiar la Constitución. Con semejantes armas a su disposición, lo que ocurra o no en México dependerá en gran parte del propio López Obrador.
Sus primeros gestos han sido moderados y sus primeras señales al mundo, razonables. Cabe, pues, la posibilidad de que AMLO no dé rienda suelta a sus instintos populistas. Cabe también, por supuesto, la posibilidad contraria, en la medida en que encuentre resistencias y él, consciente de su descomunal poder, ceda a la tentación de hacerles frente con orgullo, atrincherándose en su viejo credo antiliberal. Esta incertidumbre toca muy de cerca a la Alianza del Pacífico y por tanto al proyecto de integración con el Mercosur. ¿Se puede contar con México?
AMLO desistió de ir a la reunión de Puerto Vallarta, a la que acudía como gobernante todavía en funciones Peña Nieto, enemigo al que seguramente prefirió evitar. Sin embargo, algunos de sus más que probables ministros, como Marcelo Ebrard y Graciela Márquez, hicieron una pública afirmación de librecambismo destinada a tranquilizar los nervios de los vecinos latinoamericanos.
Añade complejidad a la incertidumbre el hecho de que López Obrador y Donald Trump están viviendo algo así como un idilio político. Se elogian mutuamente como nunca lo hicieron Trump y Peña Nieto, y en una carta personal AMLO llegó a comparar el éxito del actual ocupante de la Casa Blanca contra el "establishment" estadounidense cuando fue candidato con el suyo propio en México, algo que puede leerse en clave populista y nacionalista… o simplemente en clave de diplomacia incipiente, de "goodwill", como dirían los gringos, en los comienzos de una relación inevitable entre vecinos.
La incertidumbre mexicana, al menos en lo que respecta a la Alianza y a la integración con el Mercosur, no es el fin del mundo. Suponiendo que AMLO, ya en el poder, decidiera poner palos en la rueda, hay, al otro lado de la balanza, contrapeso suficiente. La razón es que ya no se trataría, solamente, del Chile de Piñera, la Colombia del entrante Iván Duque y el Perú de Martín Vizcarra, sino de todos ellos más los líderes del Mercosur, que, en virtud de los primeros pasos que han dado en el camino de la integración, ya tienen una voz relevante en todo esto. No la tenían cuando el Mercosur languidecía en la mediocridad, pero ahora que exhiben ínfulas integradoras muy superiores a las que habían demostrado desde su fundación como bloque en 1991 (cuando Argentina y Brasil equivalían a China: cómo cambian los tiempos), su defensa de los valores del libre comercio refuerza la voz de Chile, Perú y Colombia. Un México que se apartara de la Alianza, o que la frenara, se vería en situación de aislamiento más que en capacidad de frustrar a los demás. No es inconcebible, por indeseable que resulte, un escenario en el que los demás avancen por su cuenta sin México. Ello, si se llegara al extremo de tener que elegir entre seguir adelante sin AMLO y la nada.
A lo que más hay que temerle es a la dinámica entre los propios países que buscan la integración una vez que negocien asuntos concretos. Hay una diferencia entre proclamar la voluntad de integrarse y luego abordar, con presiones domésticas, temas como la eliminación de barreras mexicanas a los cereales argentinos y de la protección argentina a los autos provenientes de México, para poner un ejemplo entre muchos.
A estas cuestiones comerciales se suman consideraciones políticas, la más importante de las cuales, del lado del Mercosur, es la incógnita de lo que sucederá en Brasil en los comicios presidenciales de octubre. Dado el amplio consenso que hay en el mundo político y empresarial brasileño sobre lo grave que ha sido para ese país perder tanto tiempo en un Mercosur proteccionista mientras países como Chile trababan acuerdos con el 90% de la economía mundial, es muy improbable que el gobierno siguiente dé marcha atrás en la orientación heredada de la Administración Temer. Pero lo que no es seguro es que el gobierno que asuma en enero quiera darle el mismo impulso que el gobierno saliente le está dando a la idea librecambista y al ideal integrador sobre bases modernas (y no, como en tiempos del Partido de los Trabajadores, sobre bases burocráticas y mercantilistas).
Las dificultades serán enormes, pero los proyectos de integración necesitan empezar por alguna parte y no es una mala cosa que hayan arrancado por fin, aunque sea líricamente, en Puerto Vallarta. Al hacerlo han renovado oportunamente la aspiración que los cancilleres de varios de estos gobiernos habían expresado el año pasado en Buenos Aires.