El segundo gobierno de Sebastián Piñera ha sido (¿está siendo?) víctima de una extraña refracción: una decisión preventiva se convierte en un castigo autoinferido. ¿Cómo es esto? Veamos.
Hasta la semana anterior, el gobierno se veía bastante sólido, con una aprobación alta, aunque algo deteriorada, y con un flanco frágil de fácil identificación en las mismas encuestas, traducido con astuto aire doméstico por la expresidenta Bachelet: el "debilucho" desempeño de la economía tras un período de expectativas casi desmedidas. En el Parlamento tenía un panorama poco auspicioso, pero no irremediable: pocos votos de distancia de la mayoría, desunión en la oposición y posibilidades diversas de negociar. Ni siquiera el sanguíneo y apriorístico rechazo del PS era muy fácil de sostener.
Y he aquí que el Presidente, anticipando el futuro faenamiento del ministro de Educación -que se produciría por cualquier quítame allá esas pajas: en eso lleva razón-, y sin ánimo de ofenderlo con un despido solitario, decide anunciar un cambio de gabinete, no en uno, sino en tres ministerios. Las decisiones de los presidentes chilenos son como los oráculos griegos: ciegos y misteriosos. Solo tiempo después se vienen a comprender las minúsculas razones de por qué ahora y no antes, por qué ese y no aquel. Cinco meses de aguante de meteduras de pata de ministros económicos, sociales y sectoriales se terminan en la mañana del jueves 9. El gabinete ha sido tocado. El gabinete ya no es intocable.
Una oposición, cualquier oposición, huele primero la debilidad ajena que la inconsistencia propia. En eso consiste su trabajo, no es necesario calificarlo. En este caso, recoge la notificación: el gabinete no es intocable. Y advierte de inmediato que además se le ha puesto un paño rojo: el nuevo ministro de Cultura es un converso, el peor de los conversos, no un luterano, sino un musulmán, no un hombre de la izquierda, sino de la ultraizquierda.
En el vértigo del paño rojo, a algunos energizados dirigentes se les puede pasar la mano: el converso es negado porque estuvo muy abajo o muy al margen en la estructura de la élite. ¿Lucha de clases en la lucha de clases?
Hasta el mediodía del jueves, las carpetas de Mauricio Rojas y Consuelo Valdés reposan con igual peso en el escritorio del Presidente; alguien inclina la balanza en favor de Rojas, en un casi perfecto contrasentido, en un momento en que se está conteniendo conflictos. Rojas, con o sin recuerdos de sus dichos, es antes de pensarlo una provocación. El resultado es que horas más tarde habrá que echar mano a la carpeta de Consuelo Valdés.
Pero lo esencial no es esto, sino lo otro: el gabinete ha sido tocado, y eso quiere decir que no es fuerte.
Nadie es tan tonto en política como para no saber que el futuro del gobierno no se juega en los ministerios sectoriales -por mucho que Educación y Salud resulten atractivos blancos móviles-, sino en los económicos. Y que si estos no apuran el repunte de la economía, estarán en más peligro que los otros. Hay que moderar la frase inicial de este párrafo: en la política chilena abunda cierto tipo de tontera que se entusiasma con el árbol, porque nunca logra ver el bosque. Pero incluso en esa inteligencia borrosa es perceptible que el gobierno será invencible si repone las expectativas con que fue elegido: empleo, sueldos, bonos, crecimiento, hasta chorreo.
La oposición, más dedicada a la memoria y a la identidad, no compite en ese terreno, sino que se traslada a otro.
Para ello echa mano a su convicción de que la derecha no ha terminado de abominar al régimen de Pinochet: por lo menos, no toda la derecha. Le pide algo imposible, porque es efectivo que la derecha -de la cual el Presidente es una mala representación- dio sustento político a ese régimen, y los 30 años que han pasado desde su derrota no han terminado de borrar esa huella. Aprovechando el clima de opinión pública, y en especial el juicio de los jóvenes, una parte de la oposición actúa como si quisiera obligar a la derecha a barrer con aquellos años, casi con trabajos forzados. Y como esto no es posible, emplear entonces esa imposibilidad como una forma de desacreditación moral.
El gobierno se cree libre de esto, pero no lo está. Se lo han recordado la caída del ministro Rojas y las amenazas sobre el subsecretario Castillo. Y aún no se sabe cuánta de esta efervescencia puede alimentar los 45 años del 11 de septiembre de 1973, a pesar de que se trata de un momento en el que ya casi no sobreviven protagonistas, sino solo un conjunto de espectros, fantasmagorías y conjuros. El Golpe de Estado sigue dividiendo en dos a los hijos de los hijos, como una herencia macabra que no acaba de distribuirse. Lo que debería producir más estudios ya no produce sino consignas.
El Presidente ha tenido la intención de que el gobierno celebre, en cambio, el triunfo del "No" en el plebiscito de 1988, del que se cumplen 30 años el 5 de octubre. Es parte de su personal empeño por apropiarse de la transición pacífica, de la política de acuerdos nacionales e incluso de la figura del Presidente Aylwin. El Presidente acierta en su percepción de que todos los valores de ese momento histórico han sido abandonados por sus propios promotores, la centroizquierda, y renegados por quienes solo los conocieron de oídas, con unos tamices que resultan enigmáticos, como ocurre con la mayor parte del Frente Amplio. No es pura nobleza: la idea de grandes consensos es el pilar principal de una estrategia tan pragmática como la que se impuso a comienzos de los 90, cuando el Presidente gozaba de una fuerte mayoría personal y una minoría en el Congreso.
Pero, nuevamente en esto, el gobierno tiene dos puertas: aquella por donde pasan el Presidente y los pocos amigos que estuvieron en su posición en 1988, y la que han de usar los que fueron promotores del "Sí", que no era un pecado entonces, pero que hoy sería un anatema. Ningún partido de Chile Vamos está enteramente libre de esto, aunque Evópoli insista en jugar a la diferencia. ¿Cómo se cuadra este círculo?
Al final del día, hay un problema simétrico al que tuvo la Nueva Mayoría: el gobierno de Piñera también está compuesto de dos almas, dos historias, dos pasados. El futuro de la Nueva Mayoría ya lo conocemos. El oficialismo tendría que estudiar esa experiencia, la obstinación de unos pocos para conseguir sus objetivos tácticos, el peso del ideologismo, la falta de mediación presidencial, todo aquello que mandó a ese conglomerado a la silla de la oposición, lo que perdió cuando tenía todo el viento a su favor, en fin, eso: el desastre autoinferido.