El Presidente es atrevido. Toma riesgos que otros evitarían. La historia aún no contada de la mina San José tendría que partir por la decisión de Sebastián Piñera, en contra de sus ministros y sus técnicos, de emprender una búsqueda que parecía perdida. Ahora, en vez de sumergirse en una visita sorpresiva o sigilosa, ha viajado a La Araucanía en el momento más peligroso de las últimas décadas. No solo eso: se ha hecho acompañar por los dos ministros que aparecen en posiciones encontradas, Chadwick y Moreno, "halcones" y "palomas" en un mismo equipo.

Quizás ese gesto ha buscado precisamente eso, evitar que una percibida fisura en el gobierno se convierta en una grieta irreparable. El momento que vive La Araucanía es el peor -quizás en más de un siglo-, porque pertenece enteramente a los extremos, porque la muerte de Camilo Catrillanca solo ha podido caldear los ánimos en una y otra punta del espectro. Ha sido un regalo a la radicalización: a los que creen que no hay otra salida que la independización del territorio al sur del Biobío y a los que afirman que hay que terminar con la mano blanda y reimponer militarmente al Estado de Chile en esa misma zona. Y ninguna es una exageración.

Pero si el principal hombre del gabinete, el ministro Chadwick, lo ha estado pasando mal, es por al menos dos razones de base, dos detalles que están en la raíz de su problema. La primera es la actuación de Carabineros. La singularización de la muerte de Catrillanca -un carabinero, una patrulla, un grupo táctico- importa para efectos penales, pero en términos políticos lo relevante es que la policía no está sujeta a controles eficientes. El uso estatal de la violencia se ha salido de la administración política que debería controlarla.

Con la muerte de Catrillanca cae el intendente. Se pide la cabeza del ministro. Pero ni el ministro ni el intendente han tenido control operativo -es decir, sobre la capacidad de decisión- de las fuerzas de Carabineros en su región. ¿Han tenido el intendente, el ministro, alguna intervención en los protocolos de operación de los carabineros en terreno? Esos protocolos no son los mismos en La Araucanía que en Aysén. Pues bien, ¿los han autorizado los intendentes respectivos? La respuesta es no. Sobre el terreno, los carabineros se mandan solos. Y resulta ser que en La Araucanía esto es lo más importante, al menos si se concuerda en que, como ha dicho el mismo ministro, no hay solución sin seguridad.

Lo lógico, lo natural, es pedirle al propio pueblo mapuche que controle a sus elementos radicales y, ojalá, que los desarme. ¿Cómo se puede formular esa solicitud sin controlar a los elementos peligrosos del Estado? Todo radicalismo se agudiza con sus mártires; no es solo un pretexto, sino una confirmación de sus propias premisas. En ese ambiente, la moderación parece capitulación, el diálogo es rendición. Y, sin embargo, el desarme de La Araucanía debe ser, como cualquier otro, bilateral. El problema de la iniciativa es burocrático. Pero el pronóstico de los conocedores es sombrío: hoy, no hay un solo actor de paz en La Araucanía, ha dicho Salvador Millaleo.

El segundo asunto es el de la inteligencia. El Estado dispone de un organismo, la Agencia Nacional de Inteligencia, que se supone coordina a todos los aparatos de inteligencia de las fuerzas que manejan armas. Pero todo ese mundo sabe que no es así. Letra muerta, pura y dura. En la última selección para la dirección de la ANI se enfrentaron dos posiciones: la que quería privilegiar la acción operativa, de terreno, y la que postulaba una orientación de investigación. Se impuso esta última, y la ANI despidió a casi todos sus informantes. Los de La Araucanía fueron sustituidos, en su mayoría, por exoficiales de Carabineros.

Esta es la primera puntada. La última es que la Dirección de Contrainteligencia (de la ANI), que es la que debe prevenir al gobierno acerca de las situaciones dudosas o controvertidas, no pudo hacer nada en el caso Catrillanca. No advirtió, no avisó, no puso en duda las pobres versiones iniciales. No encendió la luz roja ante las contradicciones. Tampoco estuvo en terreno o, peor aún, lo estuvo a través de sus exoficiales de Carabineros. Quizás las cosas no habrían mejorado mucho con un ministro y un intendente más vacilantes, pero al menos quedaría un poco de credibilidad.

Y esto ocurre después de que, a propósito del crimen del matrimonio Luchsinger Mackay, todas las voces del espectro político se levantaran exigiendo más inteligencia que represión. La experiencia de la posdictadura con el violentismo político ofrecía la fresca evidencia de que un buen trabajo de inteligencia se realiza sin sangre y consigue su mayor éxito cuando logra aislar a los elementos radicales, no cuando los toma presos. Esos triunfos casi nunca se conocen, y puede apostarse que habrá algunos pocos buenos casos en La Araucanía. Pero es imposible conseguirlos si el clima político se descontrola.

La lección que el gobierno debe extraer es esta: tiene solo un estrecho desfiladero para actuar, y un pequeño error puede bastar para retroceder muchos pasos. Pero tampoco puede dejar que el radicalismo mapuche, sintiéndose a sus anchas en el panorama actual, amenace con la proximidad del verano, época en la que tiene más intensa actividad y en la que conmemora otras desgracias pasadas. Ese recochineo en la amenaza, esa siembra a solaz del terror y la incertidumbre, no es una casualidad: es una señal de desafío aparente al Estado de Chile, pero también -y quizás sobre todo- para que los moderados, los que creen en el diálogo, los que buscan salidas con acuerdo, se retiren de la escena y dejen paso a los que vienen a librar su nueva guerra de independencia.

Y guerra, para ellos, no es una figura literaria.