"El poder desgasta", dijo una vez Giulio Andreotti, "pero más desgasta no tenerlo". Expresaba así esa sed insaciable de estar en el gobierno que está en la vocación de ciertos políticos, en su constitución espiritual, tal como ciertos empresarios son cautivos de la insaciable compulsión por acumular dinero. Andreotti, uno de los más sagaces políticos de la Democracia Cristiana, gobernaba Italia cuando se produjo la avalancha de denuncias de corrupción y los admirados fiscales de la operación Mani Puliti terminaron destruyendo el sistema de partidos. A pesar de todo, Andreotti fue liberado de cargos y murió en 2013, sin alcanzar a ver a su país entrampado entre Berlusconi y Beppe Grillo.

La Democracia Cristiana chilena ha mostrado que no se necesita un escuadrón de fiscales para destruirla -basta con una coalición-, pero la sentencia de Andreotti revive en un panorama donde parece que la principal oposición al gobierno actual va a ser el gobierno anterior, y no los partidos y parlamentarios que fueron elegidos para ello; una contienda que además se libra con los rostros de las mismas dos personas que completarán 16 años en la presidencia de Chile.

No es nada nuevo que el gobierno entrante ponga freno y hasta reversa a proyectos que el saliente ha dejado a medio camino. La destrucción más masiva de este tipo se produjo en 2006, en el primer gobierno de Michelle Bachelet, cuando fueron desechados numerosos proyectos que habían sido diseñados por Ricardo Lagos. Por lo general, los gobernantes saben que esto es sin llorar: no pueden pretender que lo que no alcanzaron -o no quisieron- a hacer durante su gestión sea ejecutado por quien llega con un programa propio.

En los dos meses y medio que completa el segundo mandato de Sebastián Piñera, la oposición no ha hecho mucho más que reclamar derechos de autor, acusar al gobierno de rodearse de amigos y sembrar sospechas sobre sus propósitos de retrotraer las reformas de la administración Bachelet. Aunque tiene mayoría, la oposición actúa en el Congreso como si estuviera bajo asedio. Los partidos no terminan de ordenarse tras la catástrofe electoral de diciembre y, en presencia del adversario, parecen no encontrar otra respuesta que la obstrucción. Es el tacle, a menudo tan eficiente, que ahora resulta más difícil, porque Piñera no es el de antes: está más resbaloso, se expone menos y presenta -como hizo en el mensaje a la nación- un programa prudente, sin las estridencias de sus ministros inexpertos y sin perder la oportunidad de mortificar al gobierno anterior en sus llagas más expuestas: su performance económica, con los peores resultados en lo que va del siglo.

Es difícil y hasta prematuro evaluar el tumbo de un gobierno cuando lleva tan poco tiempo. Pero, según todos los indicios revelados, parece que los exfuncionarios del gobierno saliente creen tener esa evaluación. Quien los ha convocado para desarrollarla es la expresidenta Michelle Bachelet, en torno a una fundación organizada para defender el "legado" de su segunda administración. Es otra vez la misma idea de asedio. Y como no se defiende lo que no está amenazado, hay que suponer que este fortín, organizado según esta idea, dirigirá la oposición a sus adversarios, es decir, la oposición al gobierno. Recordar a San Ignacio de Loyola: "En la ciudadela asediada, toda disidencia es traición".

Mucho de esto está insinuado en una minuta con indicaciones para juzgar el discurso presidencial antes de que este se conociera, distribuida con la imprudencia del WhatsApp, como complemento de la reunión de exministros y altos funcionarios con que Bachelet inauguró la sede de su fundación, sesión a la que solo concurrieron los integrantes del último gabinete, no todos los que estuvieron a lo largo del cuatrienio.

Se entiende, por extensión, que estos son los cancerberos del legado, los que deben determinar cuándo y dónde se verá atacado. Es una cosa curiosa, porque evoca, desde luego que sin pretenderlo, la idea de Andreotti de que la forma de no desgastarse es estar en el poder, volver a tenerlo si se lo ha perdido, recuperarlo en cuanto exista la oportunidad. ¿Para qué se hace una reunión como esa si no es para exhibir una cierta potencia, una determinación de mantener protagonismo en el debate público?

Es seguro que si, a propósito de esto, se le preguntase a la expresidenta Bachelet si está preparando una tercera postulación, diría que no, que ni se lo ha planteado. Y sería, sin duda, una respuesta sincera.

Pero como pasa en la vida diaria, a menudo los gestos se anticipan a los propósitos, los impulsos se adelantan a los planes, los pasos están antes que el camino. El gobierno de Bachelet tuvo el final más desordenado que se haya visto desde la restauración de la democracia, pero ahora se puede entender que, más que pura desprolijidad, hubo un intenso componente de ansiedad, una agobiante sensación de que los cuatro años habían sido demasiado cortos. Más allá del juicio que se tenga sobre ese gobierno, sin entender lo que la psiquiatría europea ha llamado la "angustia de Gödel", la percepción de incompletitud que en determinadas situaciones abruma y deprime a las personas, no es posible vislumbrar los fenómenos que podría vivir la política del futuro cercano.

Desde luego, la idea de una tercera candidatura de Bachelet sirve de atajo para que la Nueva Mayoría no se dé la molestia de analizar por qué perdió las elecciones y se desfondó sin un final; ese análisis también fue eludido después del 2009, cuando se esperaba igualmente el regreso de la carta ganadora que era la expresidenta. Sirve también, al menos en teoría, para detener las fuerzas centrífugas que operan entre los votantes de la centroizquierda; sin líderes notables, esos adherentes podrían abandonar totalmente a los partidos en algo tan delicado como, por ejemplo, las elecciones municipales y regionales del 2020. Y sirve, finalmente, para dar sede y dirección a todos los políticos que por ser ministros o asesores no pudieron ser parlamentarios.

Pero no sirve a ningún proyecto de renovación, si es que esto fuera la finalidad de algún sector político. La verdad es que la centroizquierda no ha dado la menor señal de tener voluntad y vocación de renovarse, y mucho desde que se siente asediada, es decir, desde que constató que no tiene una mayoría "natural". La DC, el PPD, el PS, el PR han sido contumaces para castigar a sus potenciales renovadores antes que cederles el paso. La única novedad de la política chilena es el Frente Amplio, y se produjo en contra de esa centroizquierda que se mostraba generosa de la boca para afuera. No es inútil recordar que la derecha podría haber tenido mayoría en el Congreso de no ser por la irrupción frenteamplista en la Cámara de Diputados.

De modo que no hay locura en imaginar a un exgobierno que quiere reproducirse una y otra vez. La política tiene más componentes adictivos que casi todos los vicios.