El gobierno de la Nueva Mayoría no termina de terminar. No había ocurrido esto en ninguna de las administraciones desde la restauración de la democracia, todas las cuales se fueron, puntos más, puntos menos, con sus cosas ordenadas. De manera más dolorosa, son los propios partidarios de ese gobierno -y algunos de los que fueron sus funcionarios o sus más ardientes defensores- quienes se declaran más frustrados, en un arco que es demasiado amplio: desde los que promovieron la discusión constitucional, decepcionados por el envío de un proyecto finalmente inconsulto, hasta aquellos que esperaban el cierre del penal de Punta Peuco, aunque también fuese en la hora nona.

El envío masivo de proyectos en la última semana de gobierno tuvo cobertura bajo esa idea de que se gobierna "hasta el último día", una frase más bien demagógica cuando se presencia el espectáculo de los funcionarios buscando nuevos empleos desde el día siguiente a las elecciones. Es un panorama triste, pero inevitable: la lealtad siempre tiene el límite de la supervivencia.

El caso de Punta Peuco podría demostrar que tampoco se manda hasta el último día. No está de más recordar que sin Punta Peuco es probable que el jefe de la Dina jamás habría ido a una cárcel, sino que habría pasado sus últimos años en algún regimiento. Tampoco estaba ese cierre en el programa, ni en un compromiso público de la Presidenta. Hasta donde se sabe, todo concierne a una petición personal, apoyada en una vaga idea del simbolismo que en algún punto se convirtió en lo socialmente debido.

Cuando un ministro (como el de Justicia, Jaime Campos) se niega a firmar un decreto de interés presidencial, lo que sigue es que presente o se le pida su renuncia. Consciente de eso, el mismo ministro cambió el decreto de nombramiento de notario de una persona por otra, que resultó ser un ex fiscal del caso Caval, abriendo el misterio más grave de ese proceso y, lo que es peor, un misterio que no existía. Un acto incorrecto y quizás indebido, pero el ministro debió pensar que era una orden simple; dijo que sí. Con Punta Peuco dijo no, y no renunció ni se le pidió la dimisión. ¿Podía ocurrir eso a 48, 24 o menos horas de entregar el gobierno? Se dirá que es ridículo.

De acuerdo, pero entonces hay que admitir que para entonces -cuatro días después del decreto anterior- ya no había mando.

Todas las obsesiones tocan con un punto en que caen vencidas por la realidad. Lo que ocurrió en las últimas horas del gobierno de la Nueva Mayoría no es solamente chapucería, sino sobre todo la violenta colisión de los deseos con la realidad: el réalisme volitif siempre tiene que trasladarse a tiempo al campo de los sueños.

Quizás todo lo que se quiso hacer a última hora se pudo hacer antes, como dicen algunos, o quizás no hubo el espacio político para hacerlo, como insinúan otros. Esa evaluación tardará todavía un buen tiempo para tener cierta seriedad. Por ahora, sólo se expresa el enojo frustrado y cierto grado de irracionalidad crítica.

El hecho es que la estampida de los últimos días de Bachelet le ha dado al gobierno entrante una formidable cantidad de oportunidades: desde revisar en forma ordenada el problema de Punta Peuco hasta archivar el proyecto de Constitución y recuperar el espíritu participativo de los cabildos del 2016; desde reformar el procedimiento de designación de los notarios hasta recorrer el territorio minado del caso Caval.

Es evidente ahora que la administración saliente no leyó, o no creyó, el programa de Piñera, con su énfasis en el desarrollo de acuerdos nacionales. Hasta esta semana, parecía que sólo podría lograrlo en materias donde es inhumano oponerse -como la protección de la infancia-. Pues bien: resulta que esos chasconeados últimos días le han abierto esas posibilidades hasta en materias tan controvertidas como una nueva Constitución.

Ahora dicen algunos dirigentes de la Nueva Mayoría, con cierta soltura de cuerpo, lo que no dijeron por pusilanimidad o prudencia cuando hubiese sido útil decirlo: que todo esto se debió a un estilo de gobierno impuesto desde la cima del poder; los enojados con Punta Peuco son más filosos y acusan directamente a la Presidenta Bachelet, a sabiendas de que ella no podría culpar a sus ministros sin declinar la majestad del mando. Incluso en eso ha sido beneficiado el nuevo gobierno: no necesita denunciar nada del anterior, puesto que las peores acusaciones vienen de su propio bando. El piñerismo, concuerdan muchos observadores, se está comportando en forma moderada. Ya. Cualquier cosa parece moderada ante la agonía excesiva de la administración pasada. No hay quién defienda algo de las horas finales. La retirada carece de la honra republicana. Cunden los olores a traición, a decepción, a sospecha. De todos lados.

¿Y alguien va a creer que, mostrándose en estas condiciones antes de cumplir una semana fuera del gobierno, algo de la Nueva Mayoría podría todavía sobrevivir? La ingeniosa invención terrenal de Peñailillo & his boys naufraga en una ciénaga lunar.

Técnicamente, sería difícil demostrar que estas fueron las razones por las cuales Piñera ganó las elecciones tan holgadamente. No había en noviembre una evidencia tan abultada de desgobierno. Pero quizás sí sería lícito decir que ya los votantes percibían que los tropiezos que tuvo el segundo gobierno de Bachelet tenían algo que ver con gestiones sistemáticamente deficientes o con gente remando en distintas direcciones. Quien tuvo la idea de fabricar un "legado" para cerrar el gobierno no pensó que ese sería el mejor concepto para empaquetar una opinión negativa sobre la gestión de Bachelet.

Obviamente, no es justo cargar todas las culpas sobre la expresidenta. A ella le tocó raspar la olla de la centroizquierda en cuanto a personal capacitado. Tuvo malos funcionarios, malos consejeros y una mala coalición. Y, quizás, demasiadas obsesiones. Sólo una orquesta de esa magnitud pudo producir el tan inarmónico concierto de los últimos días.