Nada ha sido más problemático para la izquierda latinoamericana que el chavismo venezolano. Hay que remontarse a la invasión soviética de Afganistán, en 1979, para encontrar otro momento donde los principios se hacen pedazos frente a la crudeza del problema del poder.
Siempre hay forma de escapar de la dificultad, un refugio para no rebanarse los sesos ni la moral. Uno es la ideología. Otro es el pensamiento del partido, para qué discutirlo. Otro es la negación pura y dura. Otra es la convicción orwelliana de que todos los demás mienten. Otra, la más común, es la rampante ignorancia de la historia, con la subsecuente ilusión de que se está fundando algo nuevo. François Furet escribió alguna vez que la democracia consiste en criar hijos que maldicen el ambiente en que nacieron y admiran otros donde jamás podrían disentir.
Bueno: existen estas vías de escape, más psicológicas que políticas.
Pero hay un hecho del que se no se puede escapar: de aquí en más, para la gente común, el votante sencillo, el experimento chavista de Venezuela será la representación del fracaso tenebroso del "socialismo del siglo 21". Ese cartabón ya se asomó en las últimas elecciones chilenas, cuando algún ingenioso inventó el neologismo "Chilezuela". ¿Alguien imaginaba que Venezuela se convertiría en un insulto? Y si es así, ¿no volverá a aparecer, aquí y acullá, la cara de Maduro lanzada como desgracia?
Cuanto más se estira el elástico venezolano, el problema de la izquierda no disminuye: aumenta. ¿Qué hacer para salir del atolladero con algún decoro?
En América Latina (y España) se ha escuchado la persistente opinión de que un sector de las fuerzas armadas venezolanas debe levantarse contra Maduro, aunque otro sector permanezca leal a él. Para decirlo sin ambages, ese es un llamado a la guerra civil.
Otros piensan que los militares simplemente deben sacar a Maduro del poder. Ese es un llamado al golpe de Estado (y la izquierda se enerva cuando Maduro aprovecha estas imágenes para compararse con Allende).
Ahora que se ha erguido un nuevo líder de la oposición en Caracas, el presidente de la Asamblea Nacional Juan Guaidó, se ha comenzado a hablar de una transición negociada. Guaidó se ha querido adelantar al problema crítico de la justicia transicional, ofreciendo amnistías a los militares y hasta a los funcionarios de Maduro. El hecho cierto es que Guaidó carece de imperio ejecutivo: no es dueño de la fuerza, ni policial ni militar. Ni siquiera puede organizar las elecciones que su mandato le exige. No podría cumplir con las amnistías.
Por demás, una transición negociada pasa por la voluntad de entregar el poder, aunque sea con límites, como hicieron Franco, los dictadores de Brasil y Pinochet. Maduro no muestra nada de esa voluntad. Ni zorro ni mártir, es evidente que su futuro, su vida, como las de Diosdado Cabello, Tareck el Aissami, Delcy Rodríguez, dependen de permanecer en el poder. Fuera de allí es el destierro o la cárcel. ¿Y tendrían esos dirigentes su propio Punta Peuco o serían arrojados a uno de esos penales donde la población se mantiene estable sólo por el número de crímenes internos?
Y luego está el otro problema de una transición: ¿cuál es el peso del que deja el poder? En el Chile de 1989, Pinochet tenía una evidencia empírica: el 44% lo había apoyado en el plebiscito, con un total de votantes similar al de inscritos. En mayo del 2018, Maduro obtuvo el 67,8% de los votos, con un total de votantes que fue inferior a la mitad de los inscritos (es decir que si todo el resto fuera opositor, aun Maduro tendría cerca de un 30% del total). El problema no se termina con decir que las elecciones fueron fraudulentas y medio mundo las desconoció. Lo que importa es que el chavismo, o Maduro, tienen adeptos y, cualquiera sea su volumen real, seguirán allí, en la incontrolable Venezuela.
La extinción de una dictadura –y de las ideas que ha tenido por respaldo- no es imposible, pero sí lenta, progresiva, macerada con tiempo. Los cambios abruptos se pueblan de crímenes, como la ejecución de los Ceaucescu en Rumania o el linchamiento de Gadafi, en Libia. Se necesita mucho coraje y autoridad moral para evitar que la venganza se convierta en la consigna del cambio; hay un Mandela solo una vez cada mucho tiempo.
Los críticos de las transiciones pacíficas –de Chile, España, Sudáfrica- siempre olvidan este dato fundamental: el traspaso del poder se acompaña de la decisión de seguir viviendo juntos. Sin eso no hay transición y a veces no hay cambio. Mao, que solo confiaba en las armas, no pudo evitar que las secuelas de su sangrienta "Revolución Cultural" se llevaran después por delante a su viuda. Y con las secuelas de las secuelas vive todavía China, uno de los pocos países que cuida su relación con Maduro porque le ha prestado dinero como Shylock al pobre Antonio.
En la izquierda chilena ha imperado un principio de contradicción respecto de la situación de Venezuela. El expresidente Lagos se enfrentó a Chávez por las payasadas de su política latinoamericana y Chávez se vengó azuzando a Evo Morales. La relación con Maduro ha sido determinada en gran medida por la prudencia de la expresidenta Bachelet. Pero el caso venezolano se ha vuelto tan contaminante, que ahora la persigue hasta su bien protegido lugar en la ONU. Es una pequeña, delicada muestra de que Maduro se ha estado convirtiendo en el Muro de Berlín de la izquierda latinoamericana.