Toda conclusión es provisoria en política. Nadie sabe nunca para quién trabaja y las tortillas suelen voltearse varias veces. Pero la conclusión provisoria de la aventura del Presidente Piñera en Cúcuta es ineludible: fue un fracaso. No solo la del Presidente chileno, por supuesto, sino la totalidad de la operación montada para presionar al régimen venezolano desde la frontera colombiana. Las protestas internas fueron controladas, la fuerza armada no se quebró y Maduro sigue en el poder. Peor aún, el líder opositor Juan Guaidó pasó de ser un presidente paralelo a un presidente en el exilio, y la estética democrática ha resultado bastante dañada con sus visitas a los mandatarios fronterizos.

Nunca es buena idea marchar sobre las fronteras, a menos que se esté dispuesto a cruzarlas. No es por accidente que el Acta de Helsinki de 1975 estableció en el punto tres la inviolabilidad de las fronteras, principio sagrado para convenir la seguridad de Europa. Los militares sienten, por instinto, que eso amenaza la soberanía, y ya tienen bastante los venezolanos con vigilar la disputada región del Esequibo y los procelosos mares del Caribe.

¡Y más encima Cúcuta! Quizás el resto de América no lo recuerde, pero en esa ciudad se firmó la constitución de la Gran Colombia, ese sueño de Bolívar contra el cual se rebelaron -adivine- los venezolanos. El chavismo utilizó la figura de Bolívar a piacere, ocultando que en esa tierra se materializó la última gran decepción del mayor megalómano americano, tal como lo describió (el colombiano) García Márquez.

El Presidente de Colombia, Iván Duque, que ganó las elecciones por su dureza en contra del acuerdo de paz con las Farc (lo que le asegura la simpatía de buena parte de sus propias Fuerzas Armadas), no puede ignorar ese simbolismo, pero su negocio no consiste en atemperar la tensión, sino en agudizarla, para situarse en el polo opuesto a Maduro. La compañía de Piñera es una ganancia unilateral, en ningún caso recíproca. De parecerse a alguien en Chile, Duque no se parece al Presidente chileno, sino a los opositores silenciosos que este tiene por su derecha.

Las cosas siempre pueden cambiar, pero en principio nada que proceda de Colombia puede tener éxito en Venezuela, y menos si -como ha hecho notar agudamente el exembajador Gabriel Gaspar- su ministro de Defensa se reúne con el jefe del Comando Sur de EE.UU. La invasión es un fantasma que Maduro agita con eficacia entre sus oficiales, que en general no tienen muchas cosas heroicas que recordar.

Pero es un fantasma que tiene cierta materialidad en esas latitudes. En las islas caribeñas ha estado reflotando la figura de Maurice Bishop, el primer ministro de Granada que trató de convertir a su isla en un nuevo polo socialista y fue fusilado en un golpe de Estado de sus propios aliados en 1983; todos sus ministros fueron eliminados y hasta hoy se ignora el paradero de sus cuerpos. Expeditivo como era, el gobierno de Ronald Reagan no toleró el desorden, envió 1.900 marines, expulsó a los asesores cubanos y soviéticos e instaló un gobierno de su gusto. Quizás fue la última vez que el Pentágono pudo hacer algo así, pero que Maduro sea comparado con el pobre Bishop habla muy mal de lo que se siente en la región.

La historia es un mono porfiado. Una y otra vez recuerda que las cosas no son tan simples como ir a pararse sobre un puente. Anteayer se cumplieron 30 años desde el "caracazo", ese salvaje reventón social que en 1989 dejó 276 muertos, según las sospechosas cifras oficiales, y que dio la primera estocada al bipartidismo venezolano. Tres años después, un comandante llamado Hugo Chávez intentó tomarse el poder por asalto, aunque sin arriesgarse demasiado.

Lo que esto quiere decir es que la convulsión venezolana trae ya mucho tiempo. El chavismo, con su cacharrería retórica que no se puede tomar en serio -ni aun teniendo una ciega fe de izquierda-, no se explica sin el pesado fardo que había acumulado la más opulenta democracia de América Latina. Aún así, entre el "caracazo" y el chavismo pasaron 10 morosos años sin que la clase política detuviera el desenlace anunciado. Chávez regaló el dinero a manos llenas para garantizarse la seguridad exterior e interior. Para cuando asumió Maduro ya quedaba poco en la caja y el país se iba hacia el fondo, como ha ocurrido. El problema es que nada asegura que no pueda permanecer ahí.

The Economist ha sostenido, con cierta audacia, que "una vasta mayoría de los venezolanos" apoya a Guaidó. Esto es indudable respecto de los 3,5 millones que se han ido al exilio. Pero Fidel Castro enseñó que produciendo nuevas olas de exiliados cada cierto tiempo se puede alterar la correlación de fuerzas. A Maduro tampoco le ha de importar gran cosa ese cálculo: hace rato que sabe que su destino está sellado.

Venezuela no revivirá con su sola desaparición. Cualquier transición tendrá que hacerse cargo no solo de la catástrofe chavista, sino también del sistema que condujo a esta.

¿A qué viene todo esto? A que el Presidente chileno se ha metido en un avispero un poco mayor del que se calculaba hace unos meses. El vacío de liderazgo en Sudamérica puede ser una oportunidad, pero el puente de Cúcuta no era el escenario para aprovecharla.

La venezuelización de la política exterior puede rendir ciertos beneficios internos -¿cómo hace la izquierda para librarse de esta maldición?-, pero ha de tener sus límites, porque eso no expresa los intereses del país. Ninguna obsesión es sana en política exterior.

No es buena idea seguir creando instituciones para aislar al aislado Maduro. Unasur fue una invención de Chávez para ningunear a la OEA de Insulza y toda América se inscribió bobamente en ese esperpento que al final no produjo más que dos edificios dispendiosos y vacíos. El gran éxito que Piñera se anotó en su primer gobierno con la creación de la Alianza del Pacífico se debió precisamente a su carácter acotado y pragmático. La idea de Prosur suena como lo contrario, sea que deje adentro a la Venezuela de Guaidó o afuera a la Venezuela de Maduro.