Se suele decir con razón que el pecado favorito del diablo es la vanidad. Seguramente porque tal pecado nos compete a todos de una u otra forma y, por lo tanto, el mandinga tiene para regodearse en la elección de sus víctimas, arrastrándolas a cometer errores en nombre de la vanidad, conduciéndolos así a su perdición en este mundo y, de pasadita, en el otro.
En el caso de los presidentes de la República, al pecado de la vanidad, que es parte constitutiva de su oficio, se agrega en ocasiones un pecado no religioso, un pecado laico, que en política es muy grave, se trata del pecado del exceso, que puede conducir a muy malos resultados.
Si ustedes se fijan un poco, Michelle Bachelet y Sebastián Piñera, más allá de sus grandes diferencias de orientación y estilo de gobierno y sin dejar de reconocer tampoco sus respectivos aciertos, comparten ese pecado, particularmente durante el ejercicio de sus segundos mandatos.
Bachelet ganó la elección presidencial sin apremio, con muy poca competencia. Existía en ese entonces una expectativa mayoritaria de que llevaría a cabo las reformas sociales que se requerían, escuchando la voz de quienes las reclamaban de manera radical, con vigorosos pulmones, pero también la quietud de quienes las deseaban con moderación. En suma, que lo haría con decisión, pero limando las visiones exacerbadas que podrían conducir a una inevitable polarización.
Pero no fue así, en los hechos cayó en la tentación fundacional, al menos en su retórica, y las reformas se hicieron de manera atolondrada y desprolija, con demasiada ansiedad.
El resultado fue un abutagamiento de medidas y anuncios, que fueron perdiendo apoyo popular sin dejar contentos ni a moros ni a cristianos. Los más radicales armaron tienda aparte y los que querían el cambio sereno quedaron perplejos y sin entusiasmo.
El resultado fue una centroizquierda jibarizada y dividida, sin orgullo y confusa, que hasta ahora busca afanosamente su destino.
En la elección siguiente, la gente, por amplia mayoría, eligió al candidato de la centroderecha, Sebastián Piñera, no porque hubieran tenido una alucinación colectiva y se convirtieran en conservadores, sino como un bálsamo frente a tanto zangoloteo del gobierno anterior que los tenía nerviosos frente al presente y el futuro.
El discurso de Piñera era simple, mejorar la economía y no desarmar aquellos aspectos de las reformas que la gente apreciaba.
Pese a tener una oposición debilitada y titubeante y una perspectiva razonable de mejoría económica y mayor número de empleos, cayó también en el pecado del exceso, claro que con otro signo.
Culpó de todos los retrasos económicos a la acción del gobierno anterior, sin considerar el contexto de la economía global, prometiendo un crecimiento espectacular. Hubo, efectivamente, más crecimiento, pero como dependemos en buena parte de lo que pasa afuera, este será acompasado e incluso declinante. Dependerá en buena parte de un contexto internacional muy incierto.
Exageró la promesa y pagará la frustración, pero en vez de sosegarse y ser más prudente, está proponiendo medidas muy controversiales y efectistas en seguridad pública y en otros terrenos, que no le hacen bien al clima político y a la densidad de su acción de gobierno.
En relación con la reforma tributaria, se desarrolla el pensamiento mágico de los economistas ortodoxos de que menos impuestos a los más pudientes significa automáticamente más inversión y ahí está trabado por una oposición que, con justicia, reclama asegurar lo avanzado en progresividad fiscal.
Con gran energía se propuso un liderazgo internacional que sería bienvenido, siempre que evite el exceso y también el error.
Aunque no lo reconozca, ha tenido que ir reduciendo las ambiciones iniciales para el Prosur que afortunadamente ya va solo en un foro, porque al igual que el Unasur, es una idea enclenque para solucionar el vacío de la integración latinoamericana.
Se requiere algo mucho mas sólido para reforzar la inserción de América Latina en el mundo.
Exagera también con sus nuevos amigos. Sin duda que la relación con Brasil es históricamente importante para Chile y hay que reforzarla más allá de la contingencia, pero ello no significa bailar con Bolsonaro toda la noche y hacer de él nuestro mejor amigo.
Es necesario contención y prudencia, porque cuando los países atraviesan situaciones críticas e inusuales, los personajes que hoy están en la gloria pueden mañana estar en el lodo. Ya hemos visto tal cosa en el vecindario.
Bolsonaro fue elegido democráticamente y hasta hoy gobierna con los procedimientos democráticos, pero la democracia no es su palabra favorita, su discurso es tóxico, odioso, fundamentalista, discriminatorio y su corazón vibra con las dictaduras militares, sus ideas son lo contrario a lo que Tocqueville llamaba "la textura democrática" que toda democracia necesita para desarrollarse.
Quienes se sitúan en un espacio democrático no pueden confundir las relaciones de Estado con relaciones ideológicas peligrosas, ya sea con el populismo autoritario de izquierda o de derecha.
Deben ser cuidadosos tanto el gobierno como la oposición en afirmar la identidad democrática del país.
Esa identidad democrática es nuestro mayor patrimonio, es lo que nos ha permitido también avanzar gradualmente, pero con seguridad y estar por delante de casi todos los países de la región en lo económico, en lo social y también en la percepción subjetiva de bienestar.
Es por ese camino, probado y perseverante, por el cual debemos superar los problemas que aún tenemos en materia de seguridad pública, abusos, discriminación, desigualdad y productividad.
No es buena señal cuando aparecen sueños excesivos de hegemonía de largo plazo en un sector político, ello nubla la acción del gobierno, la excita , los gobernantes se ponen a exagerar la nota y ello es malo para el buen funcionamiento democrático. Algo de eso ronda en el ambiente y recorre los pasillos de La Moneda.
Más vale una conducción calmada, sólida y que busque más los acuerdos que la imposición.
A fin de cuentas, no es tan difícil. Se trata de controlar la vanidad y la ansiedad que llevan al exceso y, por supuesto, de sacarle el cuerpo a Mefistófeles.