Por esas cosas de la vida, me correspondió participar como observador, a nombre de Cepal, en una de las reuniones constitutivas de Unasur que se realizó entre el 8 y el 9 de diciembre de 2006 en la entrañable ciudad de Cochabamba.
Aquello que después sería llamado Unasur, se llamaba entonces Cumbre Sudamericana de Naciones (CSN) y en torno a ella se tejían vastos diseños políticos. Era el periodo de gloria de los regímenes bolivarianos, Chávez hablaba fuerte y mucho; Evo Morales, sin rivales, había iniciado el proceso de la nueva constitución plurinacional; había triunfado Correa en Ecuador y lucía reluciente y orondo; Kirchner estaba con buenos resultados, lleno de altanería, y Lula había sorprendido a todos con su progresismo negociador.
El ambiente en Cochabamba era festivo, hubo un acto de alto colorido, con discursos encendidamente antiimperialistas, donde fueron maltratados los tratados de libre comercio. Lo fantasioso fue que uno de los discursos más revolucionarios lo pronunció el Presidente de Paraguay, Nicolás Duarte, un político colorado, al cual nunca se le conoció alguna acción progresista en su país y que tuvo un final poco glorioso en su gestión. Pero ese día el hombre se arrebató con la atmósfera existente y habló como un combatiente.
Había grandes ilusiones, se pensaba en grande, en sedes, agendas, acciones, parlamentos. En otras palabras, ahora sí comenzaba la verdadera integración que cambiaría el destino de América del Sur.
Si bien ello no fue así, no todo fue en vano, trabajó en su diseño alguna gente muy capaz, que dotó a Unasur durante un tiempo de una cierta densidad que permitió resolver más de un diferendo entre países de la región, incluso al interior de ellos.
En verdad, yo le veía dos problemas básicos a la iniciativa.
El primero partía de mi convicción de que un gran esfuerzo integrador de la región debía abarcar al conjunto de América Latina y sobre todo contar con la presencia de México, más allá de su mirada hacia el norte, muy fuerte en aquellos tiempos.
El segundo era que la Unasur nacía bajo un impulso demasiado marcado por el izquierdismo neojacobino, y un peso exagerado y vistoso de Brasil, que iba de la mano con los negocios que explotaron después. Se trataba entonces de un proyecto ambicioso, pero desequilibrado e incompleto.
Durante la reunión hubo un incidente que mostró claramente cómo venía la mano.
El acrónimo que se proponía para la organización era CASA, no recuerdo bien cómo se conseguía.
Michelle Bachelet tomó la palabra para señalar su aprecio por la sigla, argumentando que le daba un tono cálido y unitario, pero fue interrumpida por un Chávez que apenas podía contener su irritación, diciéndole algo así como "Michelle, tú me vas a perdonar, pero no podemos ponerle CASA. Estamos creando una organización para enfrentar al imperio y tú a un corcel de guerra no le puedes llamar Rosita, con el perdón de las Rositas; CASA no sirve".
La ruda intervención dejó a todos perplejos, pues el acuerdo lo habían tomado los cancilleres. Bachelet, estupefacta; Evo, sin conducta; Lula, molesto.
Pasó el tiempo, el período de bonanza concluyó y se abrieron crisis, escándalos y cambios políticos abruptos y opuestos, la Venezuela de Maduro terminó autodestruyéndose. Unasur perdió prestigio y se transformó en un sarcófago.
Tiene razón el Presidente Piñera en señalar que Unasur no puede seguir y que la dictadura en Venezuela debe terminar. Pero creo que no apunta bien en cómo proceder en uno y otro caso.
No es una buena idea la de reemplazar atolondradamente Unasur por Prosur, manteniendo la ausencia de México y cambiando el signo ideológico por su contrario.
Mejor es esperar un panorama regional más calmo para construir una estructura, por cierto democrática, pero capaz de perdurar en el tiempo, de establecer una agenda capaz de resistir la diversidad política y que sea capaz de insertarnos con éxito en la realidad global.
Lo mismo vale para Venezuela. Es necesario contribuir a que esa pesadilla antidemocrática concluya. El tema es cómo hacer dicho aporte.
Por cierto, no es a través del inmovilismo, como algunos quisieran, en nombre de una tradición que no ha existido nunca.
En la historia de Chile, los actos de liderazgos internacionales de los presidentes se han hecho de manera firme y concluyente, pero poco bullanguera. Así fue la posición de Eduardo Frei Montalva frente a la invasión norteamericana de República Dominicana en 1965 y a la negativa de apoyar la invasión de Irak de Ricardo Lagos en 2003.
Los presidentes de Chile no son activistas, no andan de un lado para otro jugando roles inciertos, porque deben pensar en el papel de largo plazo del país en los asuntos internacionales.
No se trata de aparecer de manera azogada frente a las cámaras, se trata de ser eficientes para lograr el regreso de la democracia en Venezuela sin invasión militar ni guerra civil, y para ello es necesario tener un fuerte ascendiente político e intelectual en la arena internacional.
Ojalá los errores que se cometieron en el pasado en una dirección no se vuelvan a cometer en la dirección contraria.