Las sonrisas primero fueron tímidas, pero después se transformaron en franca risotada. Trump, hombre de escena, prefirió transformar en una semibroma la barbaridad que había dicho en plena Asamblea General de las Naciones Unidas al presentar su administración como la mejor de la historia de los Estados Unidos, despachándose en una frase a George Washington, Abraham Lincoln y Franklin Delano Roosevelt, entre otros.
En el mundo actual los bufones y las bufonadas están de moda en política, pero no se trata de bufones graciosos y cándidos, son bufones peligrosos y poderosos, que han seducido a mayorías electorales.
Si bien algunos se detestan entre sí, comparten tendencias autoritarias, se saltan cuando les es posible las reglas democráticas y si pueden las atropellan sistemáticamente. Son los intérpretes de los peores sentimientos, del racismo encubierto o abierto, de nacionalismos estrechos.
No aceptan críticas, detestan a los periodistas, a las asociaciones civiles que no controlan, los migrantes y refugiados son sus enemigos jurados.
Ellos aborrecen todo lo que huele a pensamiento global, vale decir a la idea de que en nuestros tiempos para entender lo que sucede es necesario sobrepasar fronteras y abrirse a una mirada cosmopolita.
Su soberanismo exacerbado los lleva a rechazar la construcción de reglas compartidas y la búsqueda de una concepción ética común que permita enfrentar con éxito nuevos desafíos tales como el calentamiento global, el cual resulta imposible de encarar separadamente.
Piensan de manera rústica que pueden construir el futuro encerrándose en sus fronteras, promoviendo identidades cerradas, levantando muros que los protejan del mal que para ellos siempre viene de afuera, como si hoy existiera verdaderamente un afuera.
Olvidan que las identidades cerradas basadas en el particularismo étnico, la pretensión de superioridad racial, las religiones portadoras de una verdad única o los mesianismos de clase han producido solo guerras y catástrofes.
De las actuales bufonadas, sin duda la más grave se sitúa en la democracia más antigua e ininterrumpida, aquella que existe en los Estados Unidos de América, dirigida por un personaje desconocedor de la historia, bravucón e impulsivo.
Él piensa que gran parte del mundo conspira contra su país y que quienes lo precedieron fueron unos blandengues.
Encarna una América palurda, carente de responsabilidades globales, en la cual los ricos deben seguir enriqueciéndose sin preocuparse de una mejor distribución, ya que las clases medias no se han empobrecido ni tan siquiera en parte como producto de la desregulación económica y una creciente asimetría fiscal, sino únicamente por culpa de chinos, mexicanos y del comercio internacional y que mejorarán su situación a través de una guerra comercial y un multilateralismo jibarizado.
Pero son graves también los vientos que soplan en Europa.
En un reciente viaje pude ver al jefe de la Lega (partido de ultraderecha) italiana, a Matteo Salvini, en acción. Ocupa el puesto de ministro del Interior, pero tiene más poder que el actual pálido Jefe de Gobierno, que cuenta muy poco.
Habla fuerte y categórico, como lo hacía el viejo fascismo, con una estética desenvuelta y un lenguaje coloquial practica un racismo abierto y un antieuropeísmo furioso, lo grave es que ello no lo hace impopular ni mucho menos, por el contrario.
El Presidente de Hungría Víktor Orban, también tiene un sólido apoyo, pese a haber sido amonestado por el Parlamento Europeo por contradecir los valores democráticos y humanitarios que postula la Unión Europea.
Él ha rescatado del baúl de los recuerdos el viejo nacionalismo autoritario húngaro y hace rato que dejó de conducir una "democracia iliberal". En su país, los rasgos democráticos tienden a ser cada vez más irreconocibles; algo similar toma cuerpo en Polonia y puede hacerlo en Austria.
Pero fuerzas políticas de inspiración similar, dirigidas en ocasiones por personajes parecidos, son la segunda fuerza política en Dinamarca, Suiza, Francia y Holanda.
Estos fenómenos están ligados en ocasiones más que a situaciones socioeconómicas reales al miedo de que los cambios futuros serán negativos y se encarnan sobre todo en la demonización del fenómeno migratorio y de refugiados proveniente de los países que atraviesan catástrofes sociales o cruentas guerras.
Es más bien un miedo cultural hacia el otro, al diferente, lo que mezclado con un crecimiento más lento alienta el apoyo a quienes proponen cerrar las fronteras.
De otra parte, es verdad que en algunos países europeos los aspectos positivos de la globalización en naciones emergentes han tenido como contracara para los sectores menos escolarizados el deterioro de su espacio laboral agravado por la crisis financiera del 2008 y los procesos de automatización y no ha existido la capacidad de enfrentar de manera eficiente esos fenómenos por parte de los partidos democráticos tradicionales.
Es allí donde surge también la masa de maniobra del populismo de derecha, del autoritarismo y la xenofobia.
Debilitado en su centro histórico, el ethos democrático tiende a debilitarse también en otras latitudes donde es más frágil, como en Turquía, Tailandia y las Filipinas de Duterte, uno de los bufones de más alto colorido y lenguaje más grosero.
En América Latina nuestros bufones, en cambio, se sitúan en el populismo de izquierda.
Quedé atónito observando a Daniel Ortega señalar en una entrevista concedida a la televisión alemana que el número de víctimas por la represión a las recientes protestas en Nicaragua no era de 400 personas, que ese era un número inflado y que las víctimas eran solo 198, como si esa cifra fuera pequeña o no se compusiera de seres humanos.
Nicolás Maduro hace tiempo que dejó de hablar con los pajaritos y tiene a su país económicamente destruido, políticamente arrasado y socialmente en estado de catástrofe humanitaria, pero busca razones externas a su desastre endógeno.
Naturalmente, el populismo en la región, de tanto caminar por la izquierda puede terminar asomándose por la derecha autoritaria, eso es lo que representa Bolsonaro en Brasil.
Algo anda mal, muy mal para la salvaguarda de los valores democráticos, de la libertad y de la capacidad de convivir juntos.
Es necesario un cambio de tendencia, que detenga el crecimiento de los autoritarismos populistas, que ponga fin a esta interminable hora de los bufones, que le dé a la democracia una capacidad de respuesta a los tiempos actuales, que proteja el espacio de la moderación y la reflexividad, que fortalezca aquella textura cultural necesaria para la vida democrática de la cual nos hablaba Alexis de Tocqueville hace 200 años.
Ello requiere un repensamiento profundo y crítico de la economía y la política en los tiempos de hoy.
En cuanto a nosotros, en Chile, conviene que el reciente aniversario del 5 de octubre, momento fundacional de esta etapa democrática, nos sirva para valorar más el camino recorrido, que tiene largamente más logros que límites, camino que nos ha permitido resistir los peligros que presentan estas tendencias mundiales para el avance del bienestar y el desarrollo democrático.
Si no cuidamos lo alcanzado, renovándolo, por cierto, no faltarán bufones criollos dispuestos a entrar en escena.