Lo tenemos más que claro después de Freud: ni los olvidos son tan inocentes ni los recuerdos tan espontáneos. Son muchos las circunstancias e intereses que operan en los mecanismos de la memoria y no es, por supuesto, ningún delito que eventualmente la política también los contamine. Es hasta lógico. Es parte de la política y de la imaginación cívica reivindicar el pasado cuando el pasado nos une o cuando nos remite al momento en que mejores fuimos. También cuando nos puede entregar testimonios e insumos iluminadores del futuro. Para decirlo en corto, nada más estimulante para la política que recuperar el sentido de comunidad, particularmente cuando lo hemos perdido, y nada más grato que recordarnos en el apogeo de nuestras virtudes, particularmente cuando las hemos estado perdiendo.

La cosa es ligeramente distinta, claro, cuando el pasado se convierte en pura efeméride y rito para marcar tarjeta. Con las conmemoraciones de septiembre y ahora del 5 de octubre ha estado ocurriendo algo de eso. Son fechas para las cuales el mundo político se prepara con anticipación y son ocasiones privilegiadas para lanzar al ruedo una buena cantidad de interpretaciones, de tesis y de buenas frases. Sin embargo, también son fechas que le están diciendo cada vez menos a una fracción importante del país, entre otras cosas porque arriba del 70% de los chilenos tiene menos de 50 años y, por lo mismo, imágenes muy borrosas de lo que fue el 73. El triunfo del No, ciertamente, es distinto. De partida, está mucho más próximo. El problema es que no tiene la misma estatura épica, en parte porque la propia Concertación, o al menos un ala de la coalición, se la quitó o se la negó a corto andar, al presentar los inicios de la transición como el momento en que habría operado una gran transacción política bajo cuerda y de la cual el pueblo habría venido a tomar conciencia con horror, con sorpresa virginal y con justificada indignación mucho, mucho más tarde.

Quizás esto explica, en parte, que los 45 años del golpe y los 30 del triunfo del No, más allá del ruido mediático -que lo hubo- y más allá de encendidas discusiones en las redes sociales -que todavía no concluyen- no hayan significado mucho más un parpadeo en las rutinas de la sociedad chilena. Nada cambió demasiado. No hubo grandes catarsis ni sanaciones. Tampoco, a pesar de laboriosos esfuerzos, grandes regresiones. Ni siquiera se vieron representaciones memorables, que por último habrían sido coherentes con nuestra debilidad por la farándula y el espectáculo. Aun a regañadientes, entonces, habría que concederlo: en Chile el futuro importa más de lo que tendemos a creer y eso explica muchas cosas. Explica, por ejemplo, el fracaso de la Nueva Mayoría, que fue incapaz de transmitirle a la ciudadanía los términos en que se imaginaba el país del mañana. Explica, en una perspectiva más amplia, que la derecha no haya podido ser gobierno durante los 20 años que siguieron a la recuperación de la democracia (y que solo haya podido serlo el año 2010, aunque con un candidato que en el plebiscito había votado que No), lo cual implica una penalidad que está asociada no solo a que el sector estaba manchado con el apoyo que brindó a la dictadura, sino también a que se identificaba, a ojos de la ciudadanía, mucho más con el pasado autoritario que con el futuro renovador del ciclo político iniciado el año 90. Explica, en fin, que a Piñera le haya resultado relativamente fácil derrotar a Alejandro Guillier en diciembre último, porque el país estaba pidiendo a gritos un golpe de confianza, de seguridad en sí mismo y de optimismo en el porvenir, después de cuatro años en los que estuvimos no solo marcando el paso, sino, además, envenenando el ambiente con polarizaciones artificiales.

Por lo mismo, y porque estas verdades están muy instaladas en el horizonte, cuesta decidir si es más lo que clarifica o lo que confunde el reciente estudio de Criteria que señala que si el plebiscito fuese hoy, la opción del No ganaría con el 70% de los votos. Hay que reconocer que estos escenarios hipotéticos siempre son muy especulativos, porque replantean el dramatismo de los dilemas históricos con las noticias del diario del lunes, como dicen los comentaristas deportivos. Pero ¿solo 70 y no 90%? Es raro. Cualquiera hubiera esperado una proporción superior. Después de todo, a estas alturas, ni siquiera la derecha más dura tiene un discurso convincente, no ya para justificar su apoyo a la prolongación del régimen militar, sino incluso para reconocer -sin esquivar la mirada- que votó por el Sí.

Lo importante, en cualquier caso, es que a partir del 5 de octubre el país se reencontró con la democracia y dejó atrás la larga etapa de las exclusiones. La democracia chilena se reconstruyó con el aporte de los que estuvieron por el No, que obviamente fueron los protagonistas, pero también con el de los derrotados y, muy especialmente, con la reflexión que -bien o mal, más tarde que temprano- hizo la derecha durante las décadas siguientes respecto del error que cometió al haberse dejado invadir o decomisar, por años y hasta extremos impresentables, por el pinochetismo y por un estilo de gobierno que obviamente no era el suyo. No solo eso, que estaba en las antípodas de su ADN. Sobre este punto en particular, sin embargo, y no obstante el tiempo que ha transcurrido, todavía faltan datos y clarificaciones. Lo más probable es que finalmente hayan terminado imponiéndose en la derecha los sentimientos comunitarios de lealtad. Primó el sentido de manada. A menudo vemos las comunidades, las manadas, como espacios naturales de contención y cooperación, y es cierto que sirven para eso. Las concebimos en contraste con el individualismo frío y egoísta. Pero la historia prueba que las comunidades también pueden ser instancias fatales de confusión, de extravío colectivo y de perdición sin vuelta. Y lo prueba respecto de todos los sectores políticos. Es cosa de contabilizar las infamias que han debido tragarse en los últimos 50 años la izquierda, el centro o la derecha. En definitiva, no por el hecho de ser colectivos los errores son más veniales o admisibles. El tema es complejo, porque, en su dimensión más trágica, en la política con frecuencia importan más la lealtad que el coraje y más las trampas de la ficción que el propio sentido de la realidad.