El fantasma que recorre la política contemporánea es la fragilidad. Liderazgos que un día parecen sólidos, a la mañana siguiente terminan lastimados. Las curvas de la popularidad cambian a una velocidad que antes la política no tenía y lo hacen bajo una lógica que nadie acierta a comprender del todo. Nunca como ahora el poder se rodeó de tantos asesores comunicacionales y estratégicos, y curiosamente nunca como ahora la sensación de inseguridad en el éxito y de ansiedad en el fracaso fueron tan fuertes y acuciantes.
Obviamente que se trata de una mezcla de muchos factores. Por de pronto, de la facilidad y rapidez de las comunicaciones. Del impacto de las imágenes. De la creciente banalidad de la discusión pública. De las veleidades de una opinión pública que, dicho con respeto, tiene poca quilla y puede ser movida, tumbada o dada vuelta por hechos no siempre muy relevantes. También influye mucho, por supuesto, el protagonismo de las redes sociales, que en general reaccionan antes, con mayor virulencia y con lógicas retroalimentadas por un cacareo ciertamente histérico al que rara vez terminan sumándose las corrientes mayoritarias de opinión. En ese mundo hiperconectado todo está un poco "pichicateado": las agujas se mueven más rápido que en el mundo real, las condenas son más perentorias y los ciclos de exaltación y furor se agotan antes. Todo es más intenso, pero también más corto. Por lo mismo, la prudencia recomienda aplicar descuentos. El que prescribe el refrán popular respecto de dineros y bondades no está mal: corresponde a la mitad de las mitades.
La sensación de fragilidad reaparece todos los días y en todas partes del mundo. Aquí también, a partir de las incontinencias verbales o dislates ministeriales de la semana. Son tema no por su gravedad -la verdad es que no la revisten-, sino más bien al revés, porque a pesar de no tener mucho peso, igual contaminan la agenda de discusión y el país termina hablando de leseras y no de lo que al gobierno le gustaría que se hable: de las bien aspectadas cifras de la economía, de los retrocesos del desempleo, de la consolidación de la Alianza del Pacífico, de los gestos que -al margen de los atentados de rutina- se están viendo en La Araucanía y que hasta aquí nunca se habían visto.
Pero no. No está fácil eso que en la jerga de la comunicación estratégica se llama "colocar agenda". Y no lo está porque el viento invita una y otra vez a volver siempre al bingo y a la recomendación de invertir en el exterior, atendido, claro, a que ninguna de las dos declaraciones suena muy bien en boca de un secretario de Estado. Lo del bingo fue abiertamente un autogol. Lo de las platas personales no, porque la pregunta tenía chanfle, y si el ministro no la paraba como lo hizo, en seco y con racionalidad, el tema, en definitiva, iba a complicarlo no solo a él sino también al Presidente.
Así es la vida, así es la política ahora. Esto no es una conspiración de los medios ni tampoco de los periodistas, que aun teniendo poca vida interior hacen su trabajo. Menos hay que culpar a la oposición, para la cual -obvio- estas incidencias fueron maná que cayó del cielo. El episodio no es ni siquiera una prueba definitiva de la idoneidad de los ministros, entre otras cosas porque hay que contar siempre con algún margen de error. De los errores nadie está libre, ni los gobiernos ni las personas. Lo importante es tener el coraje de reconocerlos y corregirlos.
Si estos episodios van a golpear o no el rating del gobierno y los altos niveles de aprobación que las encuestas le han estado dando al Presidente de la República, es hasta ocioso preguntarlo. Estas cosas nunca son gratis, ni para el gobierno ni para los ministros. Algo van a afectar, desde luego, aunque sin cambiar el cuadro de raíz. El Presidente hizo bien en dar vuelta la página, porque obviamente tampoco le convenía comprarse una crisis de gabinete anticipada. El sabor ingrato de la experiencia, con todo, queda anotado.
Es imposible que un gobierno maneje todas las hebras del escenario político. Véase nomás lo ocurrido en Francia. Una estupidez, un tremendo despropósito cometido por un guardaespaldas presidencial descriteriado -el tipo se mezcló con la policía parisina antidisturbios y camuflado con un casco policial fue a repartir golpes a una manifestación del 1 de mayo pasado- tiene a Emmanuel Macron en la cornisa. Seis de cada 10 franceses desconfían del Presidente y la situación podría empeorar para él. Es cierto que el caso es extraño. El inculpado no era cualquier guardaespaldas, sino el personaje que ha estado más cerca suyo en los últimos dos años, que tiene una renta que ya se la quisieran muchos jefes de servicio y que tenía numerosos privilegios. El caso jamás habría sido investigado si Le Monde, con fotos, videos y con datos duros, no lo hubiera denunciado. El escándalo salpicó, desde luego, al gobierno del primer ministro Edouard Philippe, pero sobre todo dañó la credibilidad del Presidente Macron, que mantuvo en silencio por demasiados días. No supo reaccionar a tiempo y eso hoy día se castiga. Vino a referirse al tema tardíamente, en una reunión de su partido, diciendo que él era el único responsable y que el sujeto no solo había sido alejado de su puesto, sino también despedido. Igualmente, declaró defraudada su confianza en el guardaespaldas y -en una arista muy francesa, para desmentir el rumor que se estaba extendiendo por las redes sociales- aclaró que el sujeto no era su amante. Vaya.
Fragilidad. El portavoz del Elíseo que salió a recoger los platos rotos trató de salvar la situación: "Construir una República ejemplar, como prometió Macron al asumir el poder -dijo-, no significa haber prometido una República infalible". Siendo muy elegante, la frase sobre todo revela madurez. Justo lo que la política necesita.