Las visitas de Mario Vargas Llosa siempre son estimulantes y polémicas. Aparte de ser un gran escritor, autor de varias de las mejores novelas del siglo XX -La ciudad y los perros, Conversación en la Catedral o La guerra del fin del mundo-, Vargas es también probablemente uno de los últimos representantes de una especie en extinción: la figura de los intelectuales públicos. La suya es una voz potente que como agente de la causa liberal está muy presente en el debate político y cultural contemporáneo.
El escritor vino a presentar a Chile su último libro, La llamada de la tribu, que constituye una suerte de autobiografía intelectual complementaria de ese notable libro de memorias que fue El pez en el agua, donde contó el proceso a través del cual llegó a convertirse en uno de los escritores del boom y su experiencia como candidato presidencial del Perú en las elecciones donde finalmente se impuso Alberto Fujimori.
En La llamada de la tribu, Vargas Llosa explica lo que fue su conversión al liberalismo, después de que rompiera definitivamente con la revolución cubana, a la que apoyó hasta 1971, y viviera un período de repliegue político en Inglaterra durante los 11 años del gobierno de Margaret Thatcher. Esa experiencia, unida a las lecturas de Adam Smith, Ortega y Gasset, Hayek, Popper, Raymond Aron, Isaiah Berlin y Jean Francois Revel lo llevaron a redescubrir y revalorizar la llamada democracia burguesa, los principios del liberalismo y el modelo de economía libre y abierta. También lo convirtieron en un misionero y un soldado que se ha situado en la primera línea de fuego de la batalla ideológica de estos tiempos.
Para Vargas Llosa el liberalismo no es una ideología, esto es, una interpretación cerrada de los ciclos históricos y de la realidad, entre otras cosas, porque para él las ideologías son religiones laicas que se apoyan en dogmas incontestables o en leyes supuestamente "científicas" reñidas con el pensamiento crítico. Incluso, más que una doctrina o que una vertiente del pensamiento político de fronteras amplias, puesto que a juicio suyo cubren el espectro intermedio que va del conservadurismo a la socialdemocracia, para Vargas Llosa el liberalismo es más bien una actitud. Una actitud que se define por la tolerancia y la lealtad a unas cuantas convicciones básicas, no muchas, entre las cuales destaca el respeto a la libertad y a la autonomía de las personas para vivir del modo que prefieran, acatando desde luego el mismo derecho que asiste a los demás; la confianza irrestricta en la democracia como sistema de gobierno; la opción por los mercados libres y competitivos como el mejor camino para generar y distribuir la riqueza, y la libertad de expresión, base insustituible de la creatividad, la elaboración cultural y el derecho a la crítica.
Vargas Llosa sabe -y en Santiago insistió en el punto- que el liberalismo no tiene respuesta para todos y sabe también que entre quienes se definen como liberales suelen existir divergencias que pueden llegar a ser mucho más numerosas que sus convergencias. Quizás por eso nunca haya podido organizarse como partido político exitoso. Lo concreto es que son quizás esas divergencias las que han enfrentado a Vargas Llosa en distintas ocasiones a grupos que abrazan con entusiasmo el liberalismo en el terreno económico, pero que mantienen fuertes desconfianzas con la democracia o el liberalismo político y muchas veces cerrada oposición a la libertad cultural. Para Vargas Llosa, estas inconsecuencias son inaceptables y seguramente estaba pensando en eso -también en el aborto, desde luego- cuando el año pasado expresó que, a su juicio, una parte al menos de la derecha chilena era cavernaria.
Esta vez volvió a orillar filos parecidos cuando le rechazó a Áxel Kaiser una pregunta que presumía la existencia de dictaduras no buenas, pero sí menos malas, desde el prisma liberal. La consideró inaceptable. Todas las dictaduras son malas, le señaló. De izquierda o de derecha, cualquiera sea el color. Las supuestas ventajas que pudieran ofrecer a algunos grupos no tienen comparación, a su modo de ver, con la magnitud de los costos de horror que llevan aparejados. Fue enfático y sacó aplausos. Sin embargo, poco después, respecto del caso de Venezuela, que va camino de una tiranía sin vuelta, el escritor relativizó un poco esa regla general y se abrió a la posibilidad de que un golpe de Estado pudiera recuperar el sistema democrático que el chavismo destruyó. Dijo que apoyaría una solución de ese tipo, toda vez que se tradujera a corto plazo en elecciones libres.
Más allá de estos magesterios y precisiones, hay, sin embargo, otro tema que circula por debajo de la elocuencia y el verbo del Nobel. ¿Habrá en el liberalismo -es lícito preguntarse- un fuego, una ética, una épica social, póngale usted el nombre que prefiera, lo bastante potente como para movilizar a una sociedad fragmentada, desconfiada, insatisfecha y demandante como la del Chile de hoy? ¿Habrá en el escepticismo apenas disimulado que acompaña a la causa liberal, fundada tanto en la razón como en la duda, tanto en el pragmatismo como en la prudencia, energía suficiente para irradiar confianza, ideales y futuro a la gente de a pie, a los que se sienten postergados, a los impacientes o indignados?
Oyendo a Vargas Llosa, queda claro que él piensa que sí y que de esa energía hay bastante. Así y todo, recorre el mundo difundiendo su evangelio liberal. Otra cosa, sin embargo, es lo que se infiere de las redes sociales, de la calle, del murmullo estrafalario y cerril de las ciudades. De hecho, a las fórmulas liberales los países acuden por excepción y solo después de grandes costalazos y farras. Las dos experiencias liberales más completas de fines del siglo XX -la de Thatcher en Inglaterra y Reagan en Estados Unidos- tuvieron lugar cuando esas sociedades estaban tocando fondo. Después de eso, el mundo ha conocido varios gobiernos centristas, razonables, moderados, liberales en su inspiración quizás, pero de la apoteosis liberal solo se han visto, en distintos continentes, destellos parciales, inconexos y no muy sistemáticos. Puede ser una mera impresión: el liberalismo antes convence que entusiasma.