No es la ley de identidad de género el factor que trajo de vuelta a Sebastián Piñera a La Moneda. Quizás tampoco será la ley por la cual su administración sea recordada en el futuro. Pero es importante que una normativa de esta índole haya sido finalmente una iniciativa suya y se haya aprobado en un gobierno de centroderecha.
Es cierto que la ley se aprobó con pocos votos oficialistas y que el grueso del apoyo corrió de cargo de las bancadas opositoras, lo cual no deja de ser una combinación extraña. Sin embargo, esta circunstancia, que no habla muy bien del aperturismo ni de la diversidad de la derecha chilena, sí habla bien de la intuición del Presidente y de la sintonía de su gobierno con la modernidad. En opinión del Mandatario, no porque la derecha se haya cerrado a la discusión de varios de los llamados temas valóricos él está atado de pies y manos y sin margen de acción para llegar a respuestas o soluciones que considera atendibles. En este plano, el Presidente ya tuvo en su primer mandato una experiencia lamentable y no quería volver a repetirla. Cuando él mismo propuso el año 2009 el acuerdo de vida en pareja -promesa que fue parte del programa y un motivo muy destacado de la campaña-, las cosas durante su mandato se enredaron de tal manera que el proyecto se atascó y terminó perdido en la gaveta de las buenas intenciones legislativas. ¿Por qué? Porque a una parte de la coalición, fundamentalmente a la UDI, el proyecto no le gustaba y fue siendo pospuesto una y otra vez. El Presidente no tuvo en esa oportunidad las agallas para haber sacado adelante un compromiso que había asumido personalmente ante organizaciones representativas de minorías sexuales y la moción -rotulado después como acuerdo de unión civil- terminó haciéndose realidad en el gobierno de Michelle Bachelet, solo porque ella estaba más convencida de su procedencia y supo jugársela resueltamente con las urgencias legislativas.
Aprendida la lección, hoy, aprobada ya la ley de identidad de género gracias al fuerte protagonismo que tuvo el gobierno, comienza a quedar más claro el tipo de contribuciones que el Presidente pueda hacer para ampliar, diversificar y fortalecer un poco más el frontis político-cultural de su sector político. En este plano, la derecha sigue muy al debe. Le falta no solo mayor diversidad de colores, sino también densidad y mundo. A veces son demasiado profundas las brechas, las diferencias, entre la derecha chilena -tradicionalmente endogámica, pacata, anclada muchas veces a prejuicios incompatibles con los tiempos- y los desarrollos más atractivos o estratégicos de la derecha europea o estadounidense. Estas asimetrías no son sanas y debieran terminar. Una forma de hacerlo es lo que ha estado haciendo Piñera. Su crítica el año 2013 a los cómplice pasivos con la dictadura dolió muchísimo en el sector, porque efectivamente hubo gente que colaboró desde la buena fe con el régimen militar, pero, en sus alcances políticos más profundos, era una declaración que había que hacer para ir cortando con el pasado y para reparar el tremendo error político que cometió la derecha al haber hecho poco y nada frente a un régimen que cometió muchas arbitrariedades y violaba los derechos humanos.
Ahora, con la puerta que abre al mundo trans para el reconocimiento de sus identidades, Piñera da otro paso. No importa que no lo haya apoyado toda su coalición. Lo apoyaron, sin embargo, figuras de peso y a resultas de esto la derecha pudo aggionarse un poco. Expandir y diversificar al sector en este sentido es mucho más pertinente y valioso que fundar una nueva derecha, quimera que rondó los inicios de su gobierno anterior y que encerraba un proyecto político imposible. Imposible, porque la acción política consiste precisamente en congregar primero a los tuyos y en construir con ellos después una plataforma que te permita intervenir con fuerza en las decisiones públicas y en los destinos del país. Partir cerrándoles la puerta a grupos de aquí o a otros de allá, partir dejando fuera a lo que en contraposición se designaba como la vieja derecha, por motivaciones a lo mejor políticamente muy legítimas, era partir disparándose en el pie. Los proyectos políticos se construyen no con socios que se mandan a hacer al laboratorio de la pureza política, sino gente real y que esté a la mano. El dicho envuelve una gran verdad política: hay que arar con los bueyes que haya.
Pero que nadie se pierda. Aunque aumentar la densidad cultural de la derecha puede ser un efecto muy positivo para la política chilena, a lo que realmente Piñera volvió a La Moneda fue a volver a poner el país en movimiento y en esto lo que tiene que mandar es la brújula. Y es fundamentalmente a ella que el gobierno ha estado respondiendo. Los números lo acompañan, y si todo sale razonablemente bien -removiendo algunos de los lomos de toro que la reforma tributaria del gobierno anterior impuso a la inversión-, bueno, en el futuro debieran acompañarlo todavía más.
En algún sentido, el Presidente -vaya novedad- tiene suerte. Tiene al frente una oposición que, en vez indagar opciones para construir un proyecto político alternativo, que es su gran déficit, no se perdona oportunidad para pedalear en banda y banalizar las instituciones. Ayer se desgastó en la acusación constitucional contra el ministro de Salud. Esta semana contra tres distinguidos magistrados de la Corte Suprema, con un desenlace que, más allá del teatro de las intervenciones inflamadas y más allá de la retórica del antes y después, fue una derrota. Un fracaso antes y también después.