Todo indica que el próximo jueves terminará el suspenso de la teleserie legislativa de esta temporada, cuando finalmente se vote la idea de legislar del proyecto de reforma tributaria presentado hace ocho meses por el gobierno. Distintos movimientos tras bambalinas indican, por una parte, que la oposición está evaluando con bastante más cautela que hace algunas semanas la idea de darle un portazo al proyecto. Por otra, el gobierno ha dado señales de no estar dispuesto a aguar la iniciativa en un brebaje completamente desalineado con el propósito de establecer un rayado de cancha tributario que efectivamente sea más receptivo a la inversión.
Lo que está claro es que en este tira y afloja nadie se llevará la totalidad del triunfo. Se considera que si el proyecto se rechaza, el gobierno quedará con argumentos para denunciar ante la ciudadanía que la oposición no lo deja gobernar. Si la idea de legislar, en cambio, se aprueba, escenario que ahora se ha vuelto más posible, comenzará un proceso largo, trabajoso e incierto, cuyo desenlace lo mismo podría terminar defraudando que cumpliendo las expectativas del gobierno.
Salta a la vista que es difícil dimensionar desde uno y otro sector el costo de aprobar o rechazar la idea de legislar. La oposición sabe que infligir una derrota al gobierno en esta pasada le podría terminar saliéndole cara en uno o dos años más, entre otras cosas porque hay problemas objetivos con la normativa actual. Y, por otro lado, en un país de memoria corta como el nuestro, el Presidente también tiene internalizado que nada garantiza que de aquí a la próxima elección la ciudadanía termine castigando a los parlamentarios que en esta pasada hayan negado la sal y el agua.
De hecho, en Chile rara vez se pagan las cuentas o se hacen efectivas las responsabilidades en términos políticos. Aunque algo de eso, al parecer, ocurrió cuando la derecha purgó durante 20 años en la oposición su apoyo al gobierno de Pinochet y solo entró a La Moneda el 2010, llevando como candidato, además, a uno de los pocos líderes del sector que había votado 'No' en 1988. Sin embargo, no hay muchos precedentes así de claros. El descalabro del Transantiago le salió prácticamente gratis a Bachelet en su primer gobierno y, aunque todas las reformas que llevó a cabo en el segundo fueron resistidas y mal evaluadas por la ciudadanía, eso no impidió que las fuerzas que le dieron sustento a su administración se quedaran con la mayoría parlamentaria.
Aun en el Chile de hoy, tan comprometido con la transparencia y tan bravío en las redes sociales, el que la hace no siempre la paga. Es cosa de verlo en los casos de financiamiento irregular de la política, donde a iguales y extendidas prácticas, los fiscales, los tribunales de justicia y el SII aplicaron criterios diferentes, lo cual evaporó el ideal de la igualdad ante la ley y se tradujo en condenas para unos pocos y en impunidad para todo el resto. Este es el país que tenemos. Las instituciones funcionan, sí, pero la verdad es que en este caso concreto no funcionaron tanto cuando hubo santos en la corte.
El colmo de la distorsión de la política, en cualquier caso, no es eludir la responsabilidad que a cada cual le cabe. En eso consiste este negocio, dicen los políticos más pillos. Para ellos la gloria es ir un paso más allá y endosarle sus propias cuentas al adversario, que es lo que ha terminado ocurriendo cuando es el gobierno el que tiene que dar explicaciones por los medidores inteligentes, por la cotización de salud de los trabajadores independientes, por las limitaciones de la gratuidad y por un buen listado de pequeñeces administrativas en las cuales el Presidente -frenético como está en su dispersión comunicacional- coloca poca atención.
Nada muy bueno se puede esperar de un sistema político donde las responsabilidades no se afrontan, tampoco se cobran y a la larga se diluyen. Caemos en la ilusión de creer que todo es gratis, lo cual desde luego es engañoso. Porque nada lo es. Cuando las culpas no se pagan personalmente, entonces es el sistema el que las carga colectivamente. Es cosa de comprobarlo en el deterioro de los estándares y en la desvalorización del juego democrático.