Por primera vez en su historia, el rumbo de la Iglesia Católica chilena está siendo determinado, no en los seminarios ni en las parroquias, sino en los cuarteles policiales y las fiscalías. La imagen del excanciller del Arzobispado de Santiago, el sacerdote Óscar Muñoz Toledo, camino a la prisión preventiva con escolta del OS-9, puede ser la más estremecedora de las últimas décadas para los creyentes católicos, todavía mayoría según los registros censales.

Muñoz Toledo se autodenunció en enero pasado como autor de abusos sexuales contra un menor, lo que quizás justifica -con descuento de los deberes de justicia- la estridente actuación de la fiscalía y la policía como respuesta a la ira ciudadana. Falta conocer la manera en que estos sentimientos se trasladarán hacia las acusaciones judiciales y las decisiones de los tribunales. Nada muy auspicioso puede esperar al sacerdote en esos ámbitos, incluso con la atenuante eventual de la confesión propia, muy debilitada por el hecho de que no la presentó ante la justicia, sino ante la Oficina Pastoral de Denuncias del mismo arzobispado, que a mayor falta tampoco la entregó a las autoridades civiles.

El caso es que Muñoz Toledo fue un hombre de confianza en la principal arquidiócesis de Chile, como vicecanciller en la gestión de Francisco Javier Errázuriz y como canciller en la de Ricardo Ezzati. Pero, según resulta visible en sus propias declaraciones, las denuncias ante la justicia no salieron de ninguno de ellos, sino de los documentos incautados por la policía en el Obispado de Rancagua y en el Arzobispado de Santiago. De aquí emerge una posibilidad impensada: que la proverbial tradición de prudencia y silencio con que la Iglesia ha tratado estos casos sea reinterpretada como encubrimiento o complicidad, lo que no sería jurídicamente impropio ni socialmente inadecuado. Más bien lo contrario: la morosa y timorata tramitación del caso Karadima fue la más ostentosa expresión del retardo con que la Iglesia estaba enfrentando el nuevo clima social.

Morosidad es la palabra, solo que ahora la matriz ya no está en Chile, sino en el Vaticano. Ya está claro que el Papa viajó a Chile con información escasa o descaminada. Los pobres resultados de esa gira lo forzaron a revisar esa situación y en los seis meses posteriores ha dado algunos pasos nuevos, de los cuales el más notorio es la aceptación de la renuncia de tres obispos. No es suficiente. En el Chile del 2018, post Karadima, post O'Reilly, posmaristas, ya no lo es.

Tampoco parece haber percibido el Papa el estado de emergencia en que se encuentra el Arzobispado de Santiago. En su calidad de primus inter pares del Colegio Episcopal, el jefe de la Iglesia de la capital es la figura más visible del país, quiéralo o no. El cardenal Ezzati cumplió la edad de retiro en enero y desde entonces su renuncia ha estado en la Santa Sede. No existe una regla para la velocidad del reemplazo, pero en las condiciones por las que atraviesa la Iglesia chilena, siete meses es demasiado tiempo, aunque tiempo sea lo que se requiere para encontrar al sucesor adecuado. Tiempo contra tiempo: ese es siempre el drama de la ciudadela asediada.

Por efecto de esta demora, el cardenal Ezzati está siendo expuesto a situaciones muy peligrosas, de las que quizás no se libere fuera del episcopado, pero frente a las cuales tendría al menos la misma libertad que tiene hoy quien ha sido su ominosa sombra, el cardenal Errázuriz. Lo que debió ser una culminación de su larga trayectoria como sacerdote de una congregación señalada con el carisma de la pedagogía práctica se ha convertido en la más pesada cruz que jamás haya soportado un cardenal chileno. Es esto lo que, antes y después de sus responsabilidades, está en juego en la situación de Ezzati.

Para entender lo que ocurre con sus católicos en Chile, el Vaticano tendría que dejar un poco de lado la "hipótesis de la secularización" de Weber, según la cual el materialismo capitalista terminaría por destruir el espíritu religioso; el Papa Francisco viene cultivando esta explicación desde sus primeros años como alumno del teólogo Juan Carlos Scannone. Esta hipótesis puede explicar bien la situación de Europa, que pasó de ser el centro de la cristiandad, el turbulento manantial de donde surgían al mismo tiempo las cruzadas y los antipapas, los teólogos y los herejes, al continente más secular del planeta, el lugar donde Dios parece haber sido liquidado entre los horrores de la Segunda Guerra Mundial.

Lo que pasa en Chile es diferente. Dios agoniza, porque, escándalo tras escándalo, mucha gente empieza a creer que todos los curas son iguales, lo que obviamente no es, no podría ser cierto; y que la función primordial de la institución es encubrir y tapar, lo que tampoco debería serlo. Y que todos los rituales, la misa, el bautizo, el matrimonio, la bendición, no son mucho más que la faramalla que disimula a una manga de pederastas y que, por tanto, la fe es lo que se lleva por dentro y se ejerce como a cada quien le da la gana, y que... ¿Cómo se puede apelar a las viejas virtudes de la templanza y la prudencia bajo semejantes apremios? ¿Cuánto puede extenderse ese agón?

Muchos chilenos no lo perciben y a más no les importará, pero el mundo (católico) observa con estupefacción cómo una de las iglesias más reputadas del hemisferio, una de las mejor blindadas por sus testimonios de heroísmo y solidaridad, parece ahora un hatajo de sotanas avergonzadas. ¿Qué pasó, qué le pasó al Chile de las orgullosas vicarías?

Por cada día, cada semana, cada mes que pasa, la salida del pantano va exigiendo esfuerzos más dramáticos, compromisos más radicales, al conjunto de la Iglesia. Los laicos de Osorno pasaron tanto tiempo clamando por ser escuchados, que lo que pedían, la simple, humilde salida del obispo Juan Barros, dejó de ser humilde cuando finalmente se produjo. Quizás la jerarquía vaticana no considere tan excepcional, tan sorprendente, que aún existan laicos con voluntad de movilizarse en un país que galopa hacia la secularización, ahora bajo la huasca de la pederastia. Pero entonces está equivocado, no respecto de la evolución social, sino de sus propios objetivos.

En fin: los defensores del estilo de la Iglesia suelen recordar que tiene una experiencia de más de 2.000 años. Y suelen olvidar que hace 500 era mucho más relevante que hoy.