La gente buena nos custodia. Nos advierte sobre los peligros que involucra pensar. La gente buena nos previene del caos que se desata cuando alguien llega a cuestionar alguna de las convenciones que ellos consideran perpetuas. No necesita reflexionar, porque no tiene dudas. ¿Cómo tenerlas cuando se cuenta con La Verdad con mayúsculas como un cojín sobre el que se descansa la cabeza? La gente buena tiene un arma, no tan secreta, con la que pretenden diluir todos los argumentos que desmontan sus postulados. El arma es una poción mágica que ellos riegan con aspersores portátiles; un perfume llamado "naturaleza", al que suelen recurrir como un latiguillo que con tan solo olerlo anula cualquier debate. Según ellos, hay cosas que sí están en la "naturaleza" y otras que la contrarían, un hecho refrendado por la historia de la civilización y por su exquisita sensibilidad. Acicalan esta idea como a una reliquia delicada que de vez en cuando necesitan sacar de paseo. La "naturaleza", para ellos, radica específicamente en el bajo vientre y se reconcentra en los genitales y en la tormentosa relación que tiene la gente buena con las pasiones ajenas.
Su definición de "naturaleza" -un concepto que no aparece en los Evangelios, su libro de cabecera y en algunos casos el único que les merece atención- es la que podría haber tenido un monje medieval. Un religioso con los conocimientos de un europeo del siglo V, cuando los eruditos pensaban que las hienas cambiaban de sexo, las comadrejas eran reptiles y las liebres parían a sus crías por las orejas.
¿Qué es exactamente lo natural? ¿Lo propio de cada cosa? ¿Es un orden ideal al que ajustarse? ¿Los animales son un modelo de comportamiento, en tanto parte de la naturaleza? La gente buena soslaya esas dudas y se apresura a levantar aduanas antes de responder las paradojas y contradicciones: si se trata de aquello que se comparte con los animales, ¿por qué entonces el comportamiento de algunas especies de mamíferos -como matar a las crías débiles o aparearse entre hermanos- serían considerados abominables en una comunidad humana? Por otra parte, si con "naturaleza" quieren aludir a "lo bueno" como sinónimo de "lo más frecuente estadísticamente hablando", surgen más preguntas: las virtudes heroicas de los santos no son habituales ni entre animales ni entre personas, sin embargo, no podrían ser juzgadas como "antinaturales". Tampoco los tratamientos para curar enfermedades que "naturalmente" conducirían al dolor crónico o a la muerte. ¿Son antinaturales las vacunas, la quimioterapia o la anestesia? ¿La resurrección es contranatura? ¿Qué me dicen del artificioso acto de leer y escribir?
La gente buena no responde estas dudas, porque está reconcentrada en los aparatos reproductivos de la población mundial, como si la especie humana estuviera en riesgo de extinción. Para ellos el apocalipsis comienza y acaba en el cuerpo ajeno, que debe ser estrictamente vigilado y disciplinado, no vaya a ser cosa que el fin de mundo sobrevenga por permitir desbordes. No les basta con elevar diques en su vida privada, sino en las ajenas, en el espacio de lo público. El primer paso es crear un campo de batalla, el siguiente es esparcir miedo. La gente buena reemplaza los argumentos por los insultos y las discusiones con borbotones de crueldad vaciadas sobre sus adversarios con el entusiasmo de un verdugo que encuentra la felicidad en su oficio. Explotan la paranoia, inventan conspiraciones: "Se apropiarán de tus hijos", aseguran. Las mismas estrategias que alguna vez se usaron contra las minorías étnicas y religiosas para justificar su maltrato y eventualmente su exterminio.
Si alguien responde a las injurias, si alguien intenta llevar la conversación al plano del conocimiento, al de la compasión por el prójimo o al de los hechos puros y duros, entonces sobreviene la fase victimaria: la gente buena acusa a sus adversario de intolerantes, acuden a los matinales de televisión y alertan sobre un plan universal que nos sumergirá en todo tipo de parafilias. Para ellos, la tolerancia consiste en aguantar las agresiones sin chistar, soportar sus mentiras, como los esclavos soportaban los azotes. El razonamiento los acorrala, los hiere, los enfrenta a un reflejo de sí mismos que les espanta contemplar.
La gente buena ha tenido brillantes temporadas en la historia reciente de Chile. Detuvo campañas de prevención de enfermedades, retrasó legislaciones, censuró películas, canciones, conciertos, obras de teatro, les hizo zancadillas a carreras artísticas y recientemente se paseó sobre un bus naranja difundiendo mentiras, ofendiendo a personas y familias, en virtud de unas convicciones que les gusta blandir como un sable afilado que busca cabezas para cercenar. La gente buena, incluso, se dio el gusto de agredir públicamente con palabras groseras a una Presidenta de la República que asistía a una ceremonia de acción de gracias a la que ellos mismos la habían invitado. La bondad que ejercen no conoce modales, tampoco tiene sentido del ridículo, menos cuando se cuela en la política y deben dar cuenta de sus puntos de vista con algo más que una invocación vacía desde un púlpito rodeado de fanáticos. Frente a las exigencias de sensatez terrenal, o incluso de religiosidad acogedora y respetuosa, la pachorra se encoge hasta quedar reducida a sus propias fantasías: para ellos la aprobación de una ley de identidad de género, por ejemplo, abrirá una compuerta que nos acercará al fin del mundo. Fantasean con cirugías de las que nadie ha hablado, con oscuro regocijo. Según ellos, la gente cambiará de sexo día por medio, con finalidades tan absurdas como adelantar sus pensiones, cambiar de fila en el banco o colarse en una fiesta. Eso sugería un diputado que representaba a la gente buena, la misma que se apresuró en llamar traidor a un parlamentario que consideraban de su bando solo porque los contrarió con su voto. ¿Qué hizo la gente buena con el diputado que discrepó? Llenó sus redes sociales de insultos, amenazas y groserías, no solo dirigidas a él, sino a su familia, a sus hijos. La gente buena cree que un político conservador, solo por serlo, tiene que comportarse como una oveja obediente del pastor de turno.
Esa es la naturaleza de la gente buena, aquella que hace de su culto privado una industria de fe; empresas rentables a salvo de impuestos, que se alimentan de ignorancia y utilizan la política para afirmar sus fortunas, sembrar el miedo y disfrazar su ambición. Invocan una lista de valores como profetas de su propio delirio, aunque esté a la vista que todo no es más que un cúmulo de obsesiones espinosas, que tarde o temprano acabaran por estallarles en su propia cara.