Las últimas noticias sobre educación pública difundidas por los medios provocan un desaliento oscuro. El pesado desánimo que surge cuando se contempla lo aparentemente irremediable. En un noticiero vi, por ejemplo, un grupo de exalumnos del Instituto Nacional organizándose para reparar una sala en estado ruinoso. Lo lograron, remodelaron la sala financiando ellos mismos los materiales, con jornadas autoimpuestas a costa de fines de semana y horas libres. En la nota aparecían felicitándose por la misión cumplida. La alegría del gesto, sin embargo, dejaba flotando varias preguntas: si el liceo más importante de Chile luce así de abandonado, ¿qué pasa en los otros que no concentran ni una milésima parte de la atención de la que goza en Instituto Nacional? ¿Depende todo de la buena voluntad de los encariñados con la institución? ¿Qué pasa cuando las escuelas no tienen exalumnos que puedan hacerse cargo de ellas?

Leyendo la prensa me enteré de que existe un grupo de personas que cada tanto, vestidas con overoles blancos, lanzan bombas molotov desde el Liceo de Aplicación. Ocupan el lugar con violencia y lo usan como centro de operaciones. Van y vienen. Parecen buscar la atención de las cámaras como si lo que hicieran -lanzar bombas, cortar la calle- fuera una batalla contra un enemigo que nunca se hace presente. Leí también que durante una toma del Liceo Amunátegui una sala quedó destruida por un incendio. ¿Cuánto tiempo llevaba la toma? Parece que bastante, pero a nadie debió importarle demasiado. Las autoridades municipales ordenaron el traslado de los alumnos a otros establecimientos. Había que repartirlos por donde se pudiera, como quien dispone de un bulto que estorba. Luego, en un noticiero, escuché cómo una profesora explicaba que no existía seguridad de que los establecimientos que acogerían a los alumnos trasladados tuvieran la capacidad física para recibirlos. Todo esto pasaba en Santiago. ¿Qué pasará en las escuelas de la periferia o de provincia?

Cada uno de los hechos detallados ocurrió antes de que Gerardo Varela, el recién reemplazado ministro de Educación, propusiera organizar bingos para solucionar los problemas de infraestructura de los "colegios" (usó esa palabra, no "escuela" ni "liceo"). Sugería en su discurso que estaba harto de ruegos y sostenía que era hora de acabar con "el asistencialismo". La frase de Varela nos escandalizó y a la larga significó su salida del gabinete. Pero también significó algo más importante: gracias al desatino del exministro volvimos a hablar de educación pública, un asunto que por alguna razón había quedado sumergido, quizás debido al agotamiento. Como sea, el tema había desparecido del debate cotidiano y de los discursos de la oposición, incluso más, ya no estaba en boca de quienes habían liderado el movimiento estudiantil en 2011. Curiosamente, fue el propio Varela quien reconocía en el discurso del bingo que "todos los días" recibía reclamos de distintas partes del país por las condiciones en que estaban los establecimientos. ¿Cuántos reclamos? ¿Qué pedían? ¿Qué condiciones sobrellevaban esos liceos? Es fácil deducir, por sus propias palabras, la respuesta que daba Varela a esas peticiones.

Durante los últimos años, la educación pública quedó sepultada bajo la idea de la gratuidad, que a su vez puso indirectamente el énfasis en el costo de la enseñanza para las familias, en el dinero, y no en un proyecto educativo con un horizonte más ancho que se hiciera cargo de lo que existía y lo proyectara al futuro. La gratuidad significó que el Estado se hizo presente en la forma de una cantidad de dinero asignado bajo ciertas condiciones, un gran voucher que ayudaría al estudiante pobre a competir en esa cancha imaginaria que tanto les gusta dibujar a los economistas. Un impulso individual para un campeonato perpetuo. Lo que se discutió durante años fueron cifras, no ideas.

Los discursos en torno a "la gratuidad" rescataron en ocasiones frases sueltas -"gobernar es educar"- que aparentaban retomar una gesta histórica, con la vaguedad de quien supone encarnar un pasado que en realidad desconoce. Consignas que simplificaron el desafío hasta convertirlo en poco más que una glosa presupuestaria. Discusiones por montos de plata que se acompañaban de señales mediáticas sobre el ensueño de sistemas educativos escandinavos, tomando como modelo países con ingresos muchísimo mayores que el de Chile, con la mitad de su población, un quinto de nuestros índices de desigualdad y una cultura tan distinta como distante. Naturalmente, los más entusiasmados por el modelo nórdico eran dirigentes que jamás habían pasado por el sistema de educación pública local.

La historiadora Sol Serrano sostiene en su ensayo El Liceo que el futuro sin conciencia histórica es abandono. Parafraseándola, es posible concluir que en la discusión política actual la historia de la educación pública chilena -sus circunstancias, significados y repercusiones- quedó reducida a un barniz, o menos que eso, a una salpicadura.

El episodio del bingo no solo significó una fuente de indignación y burla que acabó con la salida de Gerardo Varela del ministerio; su frase nos recordó que los escombros de la educación pública siguen ahí, esparcidos a vista y paciencia de todos; que de vez en cuando tropezamos con ellos en alguna nota de televisión o en las crónicas de la prensa, en los segmentos dedicados a la violencia, la pobreza y la desesperación.