Antes el futuro era otra cosa. No era un momento exacto, sino más bien un lugar al que se llegaría, un sitio en donde el progreso imperaría en la forma de máquinas que aliviarían a las personas, la ciencia resolvería el hambre y las enfermedades y el espacio exterior sería un nuevo territorio para ir de vacaciones. Antes el futuro ocurría en otra parte, en países ricos con industrias que desarrollaban maneras asombrosas de producir todas esas cosas que alguna vez consumiríamos los habitantes de los países pobres. El futuro lo veíamos por televisión, en los programas de Hernán Olguín o en los facsímiles de enciclopedias coleccionables. Era blanco como un transportador espacial o plateado como el papel de aluminio que conservaba los alimentos. El futuro eran carreteras serpenteantes y autos cada vez más veloces. Nos parecía que esa idea de futuro no involucraba la política, que era pura tecnología sin mayor interés que el bienestar de una humanidad que había logrado desanclarse de su destino de animales arrojados a un ambiente hostil.

El futuro era dominio, apretar botones para obtener resultados; era comodidad y velocidad. Hoy ya no es lo mismo, porque no promete nada, sólo acecha como muchos signos de interrogación que cada vez tenemos más cerca. La Nasa dio a conocer esta semana que los últimos cinco años han sido los más cálidos del planeta desde que se tiene registro. Los grandes incendios forestales se turnan por temporada: Portugal, Grecia, el sur de Francia y California durante una mitad del año; el centro y sur de Chile y Australia durante la otra mitad. Los huracanes con más intensos en los trópicos, la desaparición de glaciares y derretimiento de capas de hielo en el Ártico y en el continente Antártico se acelera conforme pasan los meses. En un mapa sobre riesgos de escasez aguda de agua a mediano plazo un montón de países, incluido el nuestro, aparecen teñidos de un rojo alarmante. Es algo que simplemente ocurrirá, porque no existe un consenso político para frenar esa tendencia. Donald Trump, el presidente del país más poderoso del mundo se limita a hacer comentarios burlones sobre la última ola de frío en Norteamérica en su cuenta Twitter ¿De qué calentamiento me hablan? Se pregunta. Los científicos explican que el vórtice polar, esa masa de aire frío que hundió las temperaturas, se debe justamente al cambio de las corrientes marinas en el hemisferio norte, pero eso no le importa a Trump. Como se ha hecho moda, eso que llaman "sentido común" es lo que manda, no el conocimiento de los expertos, no la ciencia, sino la percepción acotada, la sensación privada del momento que resulta más cómoda al corto plazo, sobre todo si hay intereses económicos en juego. Si hace frío inusualmente extremo hoy ¿Para que pensar en lo que traiga el verano? ¿Qué sentido tendrá indagar en la cadena de efectos que eso tendrá hasta llegar a afectar a las comunidades humanas? Si un puñado de personas se adueña del agua de todo un territorio, es porque pudieron hacerlo, tenían los méritos para ello. ¿De qué nos sirve pensar en sus consecuencias? En un extremo están las temperaturas, las precipitaciones y los vientos; en el otro, comunidades enfrentadas al desamparo y la pobreza y las posibilidades de que eso acabe en desestabilidad política. En medio de todo, los intereses económicos de quienes no sufren las consecuencias inmediatas de las alteraciones climáticas.

Nuestro país es un territorio expuesto. Una larga cornisa inclinada que en una semana se inundó por lluvias torrenciales en el norte, usualmente seco, mientras el sur, habitualmente templado, sufría una cadena de días de calores extremos. Aluviones en Calama, plantaciones de pinos y eucaliptus quemándose en La Araucanía y 30 grados en Magallanes. El cambio climático ya no es un discurso de advertencia que los paneles de científicos informaban en las organizaciones multilaterales, hoy tan desprestigiadas gracias al imperio del "sentido común". Ya no es un pronóstico. El cambio climático es una experiencia concreta, en muchas zonas un asunto cotidiano de sequías interrumpidas solo por lluvias intensas que más que aliviar, destruyen. Antes el ambientalismo era una nube de ideas sobre la naturaleza en las cabezas de grupos de activistas que aparecían de cuando en cuando en televisión; hoy es el plástico en los mariscos y pescados y el que arrojan de vuelta las olas en las playas; también son los animales silvestres sin comida que se acercan a las zonas pobladas y los cientos de miles de salmones hinchados de antibióticos escapándose de jaulas de cultivo.

El futuro ya no es lo que era en el pasado, cuando el progreso era un haz de luz en un horizonte de bienestar que por muy lejano que nos pareciera, al menos indicaba una esperanza. Hoy es un punto de colisión con algo para lo que nadie parece estar preparado; un choque donde las decisiones políticas tendrán tanta importancia como los más deslumbrantes ingenios de la tecnología.