Era una nota de crónica roja de un diario de los 80 que contaba lo siguiente: "En un barrio de la periferia de Santiago, un hombre de mediana edad había sido encontrado muerto; su cuerpo pendía de una viga. Los vecinos decían que era una buena persona, pero que la tragedia se había cruzado en su camino y no pudo lidiar con ella. ¿En qué consistía la tragedia? El hombre había embarazado a una muchacha de 14 años -no usaban la palabra "abuso" ni "violación"-, la familia de la chica lo encaró, le advirtió que harían una denuncia; el sujeto era casado, pensó en su mujer, en sus hijos, se asustó y no lo soportó". "Él no daba problema, ofreció reconocer a la guagua, pero ella no quiso", repetían los vecinos que le dieron la información al reportero. La nota no añadía más información sobre la adolescente embarazada. No parecía ser relevante.
Encontré esa crónica de casualidad, buscando algo más que pronto dejé en el olvido. Esa historia, sin embargo, quedó en mi memoria, por la eficiente manera de describir un orden y un ambiente: había una víctima protagónica y un coro que narraba los hechos. Oculta por la indiferencia quedaba la adolescente, apenas dibujada como una especie de victimaria indirecta que había impulsado un suicidio. ¿Qué sería de ella? Pensé.
De vez en cuando recuerdo esa vieja nota de prensa, cuando leo una noticia o escucho alguna declaración. Se me vino a la cabeza, por ejemplo, cuando una senadora justificó su oposición a la despenalización del aborto en caso de violación señalando que las mujeres "solo prestan su cuerpo" para la reproducción. También la recordé cuando leí los comentarios del juez español que desestimó que una mujer haya sido violada por cinco hombres, porque ella no opuso mayor resistencia. El magistrado sugería que para considerar lo ocurrido como violación, debía haber evidencia de lucha, heridas, marcas, si no existía eso, la sospechosa era ella. Una muchacha de 18 contra cinco hombres mayores, uno de ellos policía y otro con entrenamiento militar. El grupo -que se llamaba a sí mismo "La manada"- grabó incluso un video del momento. El juez vio esas imágenes y allí donde la chica recordaba espanto, el juez veía jolgorio.
Los puntos de vista cambian dependiendo del lugar que cada quien ocupa en el orden de las cosas; los cercanos al poder verán un paisaje, a quienes les cuesta trabajo ser tomados en cuenta, verán otro. Esa situación respecto del poder determina una experiencia continua que en algunos casos es de privilegio permanente -lo que impulsa las conductas jactanciosas, agresivas, la certeza de un lugar en el mundo- y, por otro lado, la persistente vivencia de los límites que empujan al sometimiento, la duda sobre la propia valía y el silencio.
Para muchos, ese particular lugar que ocupan en la distribución del poder no les parece algo relativo, azaroso, sino es sencillamente la naturaleza de las cosas. Por ejemplo: los cinco españoles que violaron a la chica en Pamplona comentaban los abusos por mensajes de texto como trofeos y planeaban hazañas del mismo tipo con orgullo. Ellos estaban paseándose por sus dominios. Un territorio que recorrían con el salvoconducto otorgado por la tradición del macho ibérico. Algo parecido al caso del hombre chileno, padre de familia, que en sus cuentas de redes sociales se definía como defensor de los valores conservadores y que acabó detenido después de que Ámbar, la niña de poco más de un año que estaba a su cuidado, muriera luego de ser golpeada y violada. La tradición distribuye de un lado los cuerpos que pueden explorar y buscar satisfacción inmediata y del otro los cuerpos disponibles al juicio y la voluntad ajena. El ultraje sexual es el extremo más brutal de una soga de amarre que, si se la extiende, está llena de advertencias. Avisos que la cultura y la comunidad se encarga de dar a aquellas personas que nacieron en el lugar más desfavorecido del poder: sus cuerpos podrán ser evaluados públicamente y sin su consentimiento; sus capacidades serán siempre secundarias respecto de las mismas de sus pares con genitales diferentes; su propio deseo será vergonzante o sospechoso; la retribución salarial será menor; se les exigirá intensamente el deber de reproducirse sin más compensación que el respeto que merece la figura de madre, en caso contrario serán sospechosas de etiquetas tales como "puta", "fea" o, peor que eso, "amargada". En caso de reclamar por alguno de esos puntos, es posible que también se les llame "histéricas" o "exageradas".
Hace unos días leí la declaración de un actor que contaba que una de sus compañeras había sido obligada por un director de teleseries a caminar sin pantalones en frente suyo. Era el mismo director al que un puñado de mujeres denunció hace una semana en la revista El Sábado. Todas coincidían en que había abusado de ellas. Leí eso y nuevamente recordé esa vieja noticia de los 80 -¿qué será de esa chica embarazada?-, salvo que esta vez no solo pensé en cuántas cosas seguían igual, sino también en cuántas cosas estaban cambiando; el silencio habitual se estaba quebrando y el coro que antes distribuía con vigor y certeza el rol que tenía cada quien en el relato parecía estar rebelándose, cantando en otro tono, enfrentándose a los gruñidos de la manada.