En febrero de 2014, días antes de traspasar el mando del Ejército, el general Juan Miguel Fuente-Alba concedió una entrevista a revista Caras. En aquella nota abordaba, principalmente, el modo en que la institución enfrentaba su pasado reciente y la forma en que pretendía relacionarse con la ciudadanía en el futuro. El general habló de los condenados por violaciones de derechos humanos durante la dictadura, del rol de las Fuerzas Armadas en el proceso de reconstrucción tras el terremoto de 2010, de modernización y de nuevos aires. En un pasaje de la conversación, la periodista le preguntó cómo enfrentaba el Ejército el desafío de hacer atractiva la carrera militar para las nuevas generaciones. El general respondió: "La vocación de servicio de un militar no mira tanto el resultado económico". Al releer esa entrevista, la importancia del adverbio "tanto" en la frase cobra una dimensión insospechada.

Ahora sabemos que el general Fuente-Alba -destacado en ciertos círculos políticos como un hombre "de bajo perfil y gran vocación de servicio público"- también era un señor de gustos caros. Tanto así que necesitaba cuatro cocineros, dos mayordomos, un jardinero y un par de choferes como parte del servicio doméstico familiar. Era también lo suficientemente refinado como para enviar joyas de regalo a las señoras de sus compañeros de armas y viajar a destinos de ocio ultramarinos, como quien va un fin de semana a la playa. Un militar al que le complacía comprar cierta marca de autos de lujo y que un día cualquiera podía ordenarle de modo perentorio a un subalterno que le llevara 250 mil dólares a su oficina, como el gerente de una gran empresa que le pide una taza de café a su asistente. Seguramente no le importaba "tanto" el monto de dinero que mandaba a buscar, porque en realidad la plata no era suya.

¿Era posible que nadie cuadrara cuentas entre un sueldo de general y una vida de magnate? ¿Nadie vio los autos, los cocineros, las joyas, ni supo de los viajes? ¿Un estilo de vida así no llama la atención entre los políticos que debían relacionarse con él? ¿O era una costumbre en aquellas alturas institucionales que los generales vivieran así? Puede que nadie supiera, puede que no hubiera vergüenza, puede que el temor a incomodar al alto mando fuera más fuerte que el deber de frenar algo evidentemente escandaloso. Tal vez eran todas esas razones juntas, sumadas a un poder civil con escasísimas atribuciones para controlar las cuentas de las Fuerzas Armadas y de Orden. Un poder civil que, durante distintos gobiernos, nos ha dejado claro que nuestra democracia se paraliza y enmudece frente a las muchas dimensiones del desbande uniformado: grandes señores intocables, cuya respuesta más habitual a la hora de rendir cuentas es contestar con la indignación del ofendido que habla golpeado, recurriendo al vocabulario de las virtudes patrias, enrostrando los aparentes sacrificios de su labor, que no son más que los deberes de una función y un trabajo que ellos mismos eligieron con total libertad. Una carrera que, por lo demás, les asegura condiciones de atención sanitaria y previsionales que nadie más tiene en el país. Al parecer, eso no es suficiente, al menos no lo fue para el general Fuente-Alba, quien enfrenta una causa por malversación de caudales públicos que asciende a 3.500 millones de pesos.

En la misma entrevista de 2014, el general Fuente-Alba destacaba los logros que había alcanzado el Ejército gracias a su gestión como jefe de comunicaciones en los 90, aplicando "políticas de transparencia y puertas abiertas". En ese minuto era una institución casi tan prestigiosa y popular como lo era Carabineros. La policía uniformada disfrutaba de la sólida confianza de la opinión pública, algo que se traducía en situaciones tan peculiares como el masivo funeral del general Alejandro Bernales en 2008. En esos años, eso sí, aún no conocíamos el modo en que se manejaba la hacienda interna de Carabineros. Bernales fue apodado, incluso, "el general del pueblo". Un estatus equivalente de identificación logró el general Juan Emilio Cheyre entre la élite política local, que lo acunó y arropó como quien viste a una figura sagrada que debe ser protegida de su propia historia. Una época en que las expresiones de deseo se imponían, aplastando cualquier sombra de duda.

Antes de pasar a retiro, Juan Miguel Fuente-Alba le dijo a la prensa que en adelante le gustaría trabajar "ya sea ayudando a grupos vulnerables o sectores en movilidad social". Ahora entendemos que las estrategias de relaciones públicas pueden ser muy efectivas bajo ciertas condiciones ambientales y que, incluso, pueden ser confundidas con "transparencia", pero que tienden a desplomarse cuando bajo la cáscara de símbolos vacíos no hay otra cosa que materia supurante hirviendo, un percolado de desechos que tarde o temprano acaba llegando a la superficie.