Estas cosas suceden todo el tiempo, solo que no es bien visto hablar de ellas o al menos no hacerlo de este modo. Sucede, por ejemplo, que los príncipes en ocasiones también son anfibios que respiran el agua bendita mientras permanecen en los salones públicos y exudan tóxicos en sus rutinas privadas, sobre todo cuando encuentran el nicho ecológico preciso para deslizarse entre secretos ajenos que acumula como tesoros. Para que el anfibio crezca y se fortalezca es necesario un hábitat que le brinde condiciones y alimentos de excepción, una institución que reúna los factores ideales de prestigio y poder. Una incubadora celestial con una historia espesa que asegure un poderío material y un rebaño obediente que aplauda mucho y critique poco. El trampolín para ejercitar los primeros brincos, para luego de sumergirse en aguas turbias, salir a la superficie con el rostro lustroso y ese gesto de sabio bonachón que tanto encanta a la audiencia. Una vez fuera del barro, ejercitar la cadencia hipnótica en la voz con la que el anfibio sabe disimular bien la vanidad que le revienta el vientre, repitiendo un discurso pegajoso fabricado de un ungüento que mezcla humildad de plastilina con lugares comunes; oraciones salpicadas de rebeldía de baja intensidad y un clasismo selectivo, bien camuflado por la beneficencia.

Los anfibios son expertos en culpas ajenas, en curarlas y acogerlas, sobre todo cuando el prójimo que busca su consejo pertenece a algún linaje que le permita extender sus dominios. No cualquier criatura dolorida es aceptada, sino solo alguna que porte una hebra rubia hacia nuevos territorios de conquista. Una vez allí, dicen lo que el rebaño busca escuchar. Entonces ejercen de padres postizos en una dirección espiritual que no es otra cosa que la satisfacción del vicio del vampiro que se alimenta de los miedos ajenos para mantenerse con vida y parecer necesario y virtuoso en los salones del poder.

"Él me dijo que iba a ser mi padre", recordó la teóloga Marcela Aranda durante la entrevista en la que describió los abusos a los que fue sometida por el sacerdote jesuita Renato Poblete. La misma frase escuché muchas veces de boca de víctimas de otros sacerdotes jesuitas mientras estuve investigando casos de abusos. Era una suerte de abracadabra que sellaba un pacto ciego en el que una de las partes no tenía restricciones y la otra no tenía escapatoria.

Cada uno de los sacerdotes que cometieron los abusos que recopilé eran personas veneradas por sus comunidades, orientadores de adolescentes atribulados, consejeros de familias, habituales de bautizos, matrimonios y funerales. Eran hombres encantadores, curas choros, líderes deslenguados, el tipo de pastor que su grey protegería si alguien hablaba en su contra. Así lo hacían y siguen haciendo.

"Él me dijo que nadie me iba a creer", contó Marcela Aranda que le señaló Poblete. Estaba en lo correcto. Hasta hace 10 o 15 años, nadie le habría creído a ella. Tampoco les habrían creído a las otras personas que lo han denunciado pero no se muestran públicamente por vergüenza y temor. Esos dos factores -la vergüenza y el temor de las víctimas- son la herramienta que la Iglesia católica ha sabido usar a su favor para evitar el desprestigio y que la Compañía de Jesús aprovechó en Chile para mantener durante mucho tiempo la idea de que su congregación estaba libre de escándalos. Durante el tiempo en que su propio provincial era acusado, los jesuitas favoritos de los medios de comunicación solo eran requeridos para opinar sobre otros casos ajenos, pontificar sobre ellos y aprovechar la ocasión para llevar agua a su molino. En la eventualidad de que alguien les preguntara sobre las acusaciones en contra de sus colegas, solo repetían algún ambiguo comunicado oficial, tan difuso como el dado a conocer esta semana luego de la entrevista a Marcela Aranda. ¿Actuaban los jesuitas de manera diferente al resto de la Iglesia? ¿Eran distintos? Aparentaban serlo, pero no lo eran, no lo son. Se han conducido tal y como los salesianos, los maristas o los diocesanos, solo que en su caso existe una red de poder y relaciones públicas muchísimo más poderosa.

Hasta el momento, los jesuitas no han revelado ni el número total de denuncias en contra de Renato Poblete (se habla de 15) ni tampoco la cantidad de sacerdotes y religiosos de su congregación acusados de abuso. Extraoficialmente serían más de 10 los jesuitas indagados. Entre los casos menos conocidos, una denuncia de violación a un muchacho pobre en Valparaíso silenciada a cambio de dinero.

Hay cosas que es mejor no mencionarlas en voz alta. O al menos no decirlas de cierta forma. Ocurre, por ejemplo, que hay anfibios que juzgan su charco mejor que el del resto, aunque en realidad sea igual de turbio y lo único que marque la diferencia sea la espectacularidad de los brincos y piruetas que sus habitantes ejecutan y su admirable capacidad para mantener pactos de silencio sobre las propias vergüenzas.