El diccionario anota dos acepciones para la palabra "cautela". La primera es "precaución y reserva con que se procede" y la segunda es "astucia, maña y sutileza para engañar". Como en muchos otros casos, el idioma refleja que un sutil parpadeo marca la diferencia entre un atributo y un vicio. La serie brasileña El Mecanismo -inspirada en el escándalo de corrupción conocido como Lava Jato- resume este vaivén semántico en un personaje llamado "El Mago", un exministro de Justicia, destacado jurista, que hizo carrera despejándoles el camino de obstáculos a los políticos en el poder. "El Mago" tiene fama de hacer prodigios diluyendo potenciales escándalos con un par de llamadas y otro par de reuniones. Podría llamársele un gestor de impunidad, pero todo indica que desde su punto de vista aquello que hace es proteger a la democracia del descalabro que provocaría que la opinión pública se enterara de la verdad; la tragedia que significaría que los ciudadanos conocieran el detalle de los hechos y los personajes involucrados en el fraude. Para lograr su objetivo "El Mago" tiene el apoyo de dirigentes y autoridades y -lo que es tanto más importante- el acceso al club de las 13 mayores empresas de infraestructura, todas ellas involucradas en una trama gigantesca de sobornos y corrupción que durante años había estado desangrando las arcas fiscales brasileñas. Para "El Mago" es urgente buscar una salida alternativa, como por ejemplo, una donación de los empresarios sospechosos, acompañada de una declaración pública y un ajuste de tuercas en el sistema de justicia que evite que la evidencia recopilada por la policía y entregada a los fiscales se traduzca en un proceso. "El Mago" piensa que la justicia verdadera es una amenaza para la economía y, por lo tanto, también para la democracia.

Algo de esa lógica se vislumbra en las declaraciones que el fiscal nacional, Jorge Abbott, hizo durante la semana en un par de medios. El fiscal habló después de que el caso SQM -nuestro propio Lava Jato, que involucró a un amplio espectro de políticos- fuera prácticamente enterrado gracias a los prodigios que el sistema permite cuando se tiene la voluntad y el poder para hacerlo. Una investigación ardua que tomó años, acabó en un festival de inhibiciones y vías alternativas que, con suerte, simulan algún reproche a los involucrados. Sin embargo, en sus declaraciones el fiscal Jorge Abbott en lugar de enfatizar la necesidad de vigilar los vínculos entre el dinero y la política, regular las zonas grises y ajustar la legislación para que los castigos para los corruptos y para quienes corrompen estén al nivel del daño que provocan, hizo hincapié en otros asuntos. El señor Abbott prefirió compartir su curiosa manera de ver la relación entre justicia y democracia y el rol que, según él, debe cumplir la fiscalía. Sugirió que los fiscales debían darles un trato especial a los parlamentarios sospechosos de algún delito, atropellando sin titubeo el principio de igualdad ante la ley. Indicó que los fiscales "debemos ser diligentes cuando hay representantes de elección popular involucrados". ¿Qué sentido le da el señor Abbott a la palabra "diligente" que solo debe aplicarse cuando hay congresistas? ¿Sumisos? ¿Timoratos? ¿Dóciles? El fiscal nacional remató con una idea aun más inquietante cuando sostuvo que "un sistema democrático tiene que actuar para que la ciudadanía esté representada. Mientras los parlamentarios están desaforados, las personas no están representadas y eso altera la democracia". Según su lógica, el Ministerio Público debe en determinados casos actuar como una especie de chaperón de ciertos representantes políticos. ¿Eso quiere decir que un diputado o senador ladrón no será investigado como lo haría con cualquier otro ladrón porque su desafuero afectará el quórum en el Congreso? De las palabras del señor Abbott es posible deducir entonces que el trabajo de la fiscalía es investigar y perseguir posibles delitos y llevar a los imputados a los tribunales, excepto si se trata de parlamentarios. En esos casos aparece el factor "diligente", mencionado por él, que trastoca la misión original de la fiscalía y le añade un objetivo extraordinario del que no teníamos conciencia: cautelar que el quórum parlamentario permanezca tal cual, pase lo que pase. Y que de suceder algo -financiamiento ilegal de una campaña, una lluvia de boletas falsas- los fiscales deben trabajar de puntillas, sin inquietar a nadie, mucho menos a los sospechosos. De lo contrario, es mejor que se vayan del Ministerio Público.

El fiscal nacional, por último, parece haberle advertido a la opinión pública que en ocasiones buscar la verdad e intentar hacer justicia con demasiado ahínco puede dañar la democracia. Lo ha dicho en un tono de consejo, que en otras circunstancias podría haber sido tomado como advertencia o incluso amenaza. Lo más claro, en todo caso, es que, según el señor Abbott, lo mejor es sentarse a la sombra de un actuar "diligente", que conserve las cosas tal como están.

Hasta esta semana yo hubiera dicho que lo que dañaba la democracia era la corrupción, o más directamente, los parlamentarios que en lugar de deberse a sus representados obedecen al patrón que les financió la campaña por debajo de la mesa. Ahora sé que el problema no es ni el cohecho a parlamentarios, ni las asesorías brujas pagadas con dinero público, ni la impunidad. El trastorno real es la falta de cautela de ciertos fiscales, que malentendieron su rol sobrepasando el límite de lo posible.