Columna de Ernesto Ottone: Elogio de la vida en democracia
El centro de las preocupaciones deberían estar centradas en la construcción del futuro y mucho menos en los eventuales desaguisados de la administración anterior o en la apología de sus aciertos. Ello es válido tanto para el gobierno como para la oposición.
El sistema democrático, al menos en su expresión real, no tiene que ver con verdades, libertades ni igualdades absolutas. Persigue ampliar el bienestar para todos y de manera persistente, pero tiene poco que ver con utopías de felicidades plenas y de justicia sin fallas.
Es un sistema político que nos permite elegir a quien nos gobierna entre opciones distintas de manera libre e informada y saber que quienes nos gobiernan lo harán sólo por un tiempo determinado y de acuerdo a un conjunto de reglas previamente establecidas que incluyen el pleno respeto a quienes no fueron elegidos y que les permite a estos y a otros, si así los ciudadanos lo deciden, ser elegidos para gobernar en la elección siguiente.
Además de ser, entonces, un conjunto de procedimientos que nos protege de la arbitrariedad del poder, debe asegurarnos nuestra libertad individual y procurar que en nuestra sociedad existan los niveles de igualdad necesarios para que las libertades y derechos puedan ser ejercidos por todos.
La democracia florece en el mundo de lo relativo, de los cambios paulatinos sustentados por amplias mayorías. Ella busca la solución institucional y serena de los conflictos de intereses y visiones que se desarrollan en la sociedad. Ella no pretende negar la inevitabilidad de los conflictos y contradicciones que necesariamente se desarrollan en toda sociedad, pero procura no resolverlos por la fuerza, pues supone que no existe una verdad política, social o económica única y superior que es necesario imponer a quienes no estén de acuerdo por despistados, descreídos o herejes.
Ello no quiere decir que la democracia no pueda recurrir con toda legitimidad a la fuerza frente a quienes emplean la violencia. Lo hace porque es su deber proteger la convivencia ciudadana pacífica, pero siempre procurará expandir al máximo las soluciones razonadas y reducir al mínimo el uso de la fuerza.
Todo ello es lo que hace de la democracia "el peor de los sistemas, a excepción de todos los demás", como lo señalaba el ocurrente y gran estadista británico Winston Churchill.
La democracia es fuerte y débil al mismo tiempo, porque está basada en la convivencia reflexiva y es ajena al vigor y la furia pasional que provocan los grandes diseños utópicos y los destinos manifiestos que buscan uniformar las conciencias para construir un futuro fulgurante.
Conlleva la fragilidad propia de la diversidad, del pluralismo y de una visión laica de la política, plantea que la adversariedad no debe transformarse en una relación amigo-enemigo al cual hay que aplastar.
Quienes creen conocer el curso de la historia sustentan doctrinas políticas, económicas y sociales que creen tener la verdadera respuesta a los problemas de la humanidad y piensan, además, que sus valores proceden de una inmóvil trascendencia, viven mal la democracia.
No les gustan los balances del poder, la alternancia, las reglas que moderan sus deseos y la ejecución de sus ideas, todo ello los irrita, los pone mal. Cuando ejercen el poder andan eufóricos, cuando lo pierden se deprimen.
Es por eso que los espíritus no democráticos no pueden convivir largamente con la democracia, aunque hayan ganado las elecciones; así sucedió en el siglo XX con los regímenes totalitarios que después de ganar el gobierno a través de elecciones, clausuraron mientras existieron la democracia electoral.
Así sigue sucediendo en el siglo XXI en gran parte del mundo, Putin en Rusia y Maduro en América Latina, tienden a guardar un cascarón electoral con reglas democráticas mil veces aplastadas.
Incluso, los Estados Unidos de América, una de las más antiguas tradiciones democráticas, sufre el encabritamiento permanente de Trump, que trata de saltarse las reglas y cuando no puede empieza a hacer rotar como carrusel a sus colaboradores.
En Chile, desde que la voluntad ciudadana derrotó a la dictadura, hemos recorrido un camino gradual, pero exitoso en la construcción democrática. Por cierto, se trata de una andadura no acabada que debemos seguir perfeccionando en sus procedimientos y contenidos.
El nuevo gobierno lleva aún muy poco tiempo en funciones para juzgar su cometido y también la oposición está recién comenzando a posicionarse en su nueva situación.
No podemos pedirle aún a la oposición una conducta clara y sólida después de una derrota de inesperadas proporciones acompañada de una desarticulación profunda que hace comprensible que en su seno se escuchen más bien gemidos lastimeros que una propuesta al país que la convierta en alternativa de gobierno.
Este nuevo cuadro político se da afortunadamente en un país que no está mal parado, donde las bases del desarrollo y del camino democrático son fuertes y que, por tanto, está en condiciones de poder avanzar con buenas perspectivas en un entorno internacional que se ve cada vez más positivo. La gente así lo percibe, de allí el optimismo en el ambiente, que viene creciendo desde hace ya algunos meses.
Todo ello indica que el centro de las preocupaciones deberían estar centradas en la construcción del futuro y mucho menos en los eventuales desaguisados de la administración anterior o en la apología de sus aciertos.
Ello es válido tanto para quienes conducen la acción de gobierno como para quienes organizan la oposición.
El actual gobierno no ganó las elecciones prometiendo una restauración conservadora, sino generar un impulso estable al desarrollo; cometería un grave error si se centrara en horquillar las reformas tendientes a una mayor igualdad o a progresos civilizatorios con fórmulas restrictivas en su puesta en práctica que alegrará, sin duda, al sector más cerca de sus partidarios, pero que violentará a amplios sectores ciudadanos que valoran esos cambios y que, tal como muestran las cifras, una parte de entre ellos incluso votó por Piñera.
Ello llevará a una profunda contradicción con el discurso de la unidad y los acuerdos; tal discurso para tener credibilidad requiere de dos cosas. La primera es que el impulso unitario para llevar a cabo su agenda no choque con un contexto político de enfrentamiento y gestos de soberbia, pues lo hará irrealizable. La segunda es tener conciencia de que para lograr acuerdos es indispensable incorporar aspectos, propuestas y sensibilidades que son fundamentales para el adversario.
Si no existe esa disposición, estaremos ante una cháchara vacía.
Por su parte, la actual oposición debería, de una vez por todas, abandonar su rictus extraviado y darse cuenta de que perdió las elecciones por muchas razones, pero sobre todo porque perdió su credibilidad en dar a Chile un buen gobierno, una buena gestión de los cambios y una coherencia mínima de su coalición política, que se tradujo en una pérdida muy alta del apoyo de sectores que por años la habían votado.
Si aspira a ser gobierno debe actuar con mucha humildad, con propuestas positivas y razonables y no caer en el uso de un lenguaje desmesurado e hiperbólico, con juicios atarantados que puede volverse ridículos.
A la gran mayoría del país las descalificaciones altisonantes de unos a otros no le interesan, lo que desean es que el país progrese con justicia, que el sistema político democrático sea eficiente y que los conflictos se negocien y se resuelvan en paz.
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