A los chilenos, con justa razón, lo que más les interesa en verano es descansar, capear el calor, salir de la ciudad y acumular un buen recuerdo de esos días rodeado de sus afectos, pasarlo bien y acumular fuerzas para seguir el resto del año en la "lucha por la vida", esforzándose por mejorar sus condiciones materiales de existencia, no porque las espirituales carezcan de importancia, sino porque si las primeras fallan, las segundas estarán marcadas por la angustia, la desesperanza y todo lo sombrío que puede ser la percepción de que la vida no es justa con uno.

En el Chile de los año 60, en los que yo me crié afortunadamente con un cierto nivel de privilegio, el concepto de vacaciones tal como se entiende hoy no existía para la gran mayoría de los chilenos. Era un país bastante pobretón.

Los más pobres, que eran muchos, cuatro veces más de los que existen ahora y portadores de una pobreza más pobre, ni siquiera pensaban en ello, parecía una idea estrafalaria para quienes estaban todos los días al aguaite de trabajar en lo que cayera para tratar de parar la olla.

¿Cómo salir de donde vivían? ¿Y para ir adónde? ¿Con qué medios? En sus bolsillos casi no había billetes; cuando mucho, un pañuelo.

Para quienes tenían un trabajo asalariado, la posibilidad dependía de cómo andaban las cosas y normalmente andaban al justo. Vacaciones significaba no ir a trabajar durante algunos días e ir de paseo en micro o en tren un fin de semana; automóvil tenían los ricos y las clases medias acomodadas.

En el Chile de hoy, contra el que se gruñe a destajo, con todos sus defectos y desigualdades, las vacaciones son parte de la normalidad para la mayor parte de la población.

Nos movemos cada vez más, nos dicen las estadísticas, por todo Chile y más allá de sus fronteras afortunadamente con toda naturalidad.

De allí que en febrero preferiríamos que nos dejaran tranquilos, solo quisiéramos escuchar buenas noticias, que no pase nada malo y, sobre todo, que no haya roscas.

Pero ello es imposible, el mundo no es así, aun cuando el Chile de hoy sea mucho más próspero que el de ayer, es un país donde la naturaleza es activa y caprichosa. Por lo demás, estamos insertos en una realidad internacional cada vez más incierta y cambiante, y más allá de los actuales nacionalismos rampantes, estamos y seguiremos estando globalizados; es decir algo que pase incluso lejos nos puede afectar para bien o para mal.

Debemos entender, además, que nuestro dulce febrero corresponde, en el hemisferio norte, a nuestro duro y acontecido mes de agosto. Quienes viven al norte del ecuador, ahora están en plena actividad, están pelando el ajo.

No es extraño, entonces, que el debate político en nuestro país siga desarrollándose pese al estío.

El tono baja muy parcialmente entre nosotros, el mundo político deja sus huevitos en enero para que los polluelos píen en febrero, se hacen reuniones y planifican batallas políticas futuras, y quienes quedan como subrogantes e interinos, consideran que les llegó el momento para darse a conocer y develar a los chilenos esas preciosas joyas que estaban escondidas en los meandros de la administración.

Si bien el debate puede ser menos vocinglero, gana en ripio, predomina a veces una mayor inexperiencia y se dicen cosas lastimosas. No pocas de ellas hemos escuchado en estos días respecto a algo muy importante que está sucediendo fuera de nuestras fronteras, pero que nos toca de cerca.

Se ha abierto en Venezuela, país en el que las cosas andan muy mal, la posibilidad de un cambio.

Se trata de cambiar un régimen autoritario-populista, en esta ocasión, de izquierda, que devino inequívocamente en un régimen antidemocrático.

Pero no solo su realidad es dictatorial, se ha constituido además en un sistema fallido, que ha generado en ese país una crisis humanitaria que impide asegurar condiciones básicas de buen vivir a los venezolanos.

Por supuesto nadie quiere que esto derive en una cruel catástrofe, en una sanguinaria guerra civil. Pero ello es evitable, se puede cambiar profundamente sin derramamiento de sangre.

Los chilenos fuimos capaces de sacarnos de encima una dictadura, utilizando mecanismos que consiguieron derrotar el autoritarismo a través de la imposición no violenta de la voluntad ciudadana.

Por lo tanto, la salida democrática para Venezuela es posible; se trata de lograr elecciones pronto con garantías de respeto total a la voluntad popular. Obviamente, quien gane las elecciones deberá gobernar de acuerdo a procedimientos democráticos, respetando a la minoría que surja de la elección.

Sin embargo, en vez de centrarse en este punto neurálgico de la solución democrática, he visto a políticos hablando de que tal cambio equivale a un golpe de Estado.

Esa opinión tiene un detalle, como diría Cantinflas: resulta que el golpe contra las reglas democráticas ya se produjo hace rato por el actual régimen, la realidad de hoy es golpista al menos desde cuando se desconoció a la Asamblea Nacional, se generó el delito de opinión y desde el momento en que quienes tienen el monopolio de las armas las están usando para defender una gestión antidemocrática y no poniéndolo al servicio de la sociedad en su conjunto.

Claro, quizás fue un golpe atípico, no como aquellos que sufrimos en América Latina en los 70, no fue de un día para otro, fue un proceso prolongado, pero persistente de jibarización de las reglas democráticas. Como el golpe paso a paso de Mussolini en Italia en los años 20, que abrió paso al fascismo. Ello no lo hace menos golpista ni menos ilegítimo.

Otros hablan de que se debe evitar la "voluntad del imperio" . Tal cosa es, cuando menos, una grosería conceptual no solo respecto a toda la elaboración histórica del fenómeno imperialista teorizado a principios del siglo veinte en Europa ni a la más reciente reflexión sobre la dependencia en América Latina en los 60.

Quienes vivimos el período de la Guerra Fría conocimos en carne propia las lógicas imperiales de las invasiones, de derrocamientos y de magnicidios, operadas por las superpotencias de ese orden internacional. Nada comparable ha existido en América Latina en los últimos decenios, pese a la diversidad política existente.

Hoy las lógicas políticas de las potencias están lejos de tener en su centro una clave ideológica; obedecen a otros cálculos geopolíticos.

Por supuesto que un personaje de tendencias autoritarias como Trump detesta por razones políticas solo el populismo de izquierda, no es la razón democrática la que lo mueve. El populismo de derecha de Orbán, el mandamás húngaro, no le produce molestia alguna.

Maduro es tan antidemocrático como Orbán, pero él detesta a uno y simpatiza con el otro.

Sin embargo, ese no es el eje del conflicto: Tampoco los Xi Jinping, Erdogan y Putin están con Maduro como parte de una postura revolucionaria ¡Dios los guarde de ese insólito pensamiento!

Ellos actúan y actuarán de acuerdo a sus propios intereses geopolíticos, y punto.

Lo que a nosotros, demócratas, debería preocuparnos es solo una cosa: cómo los venezolanos salen de la actual catástrofe y recuperan la democracia perdida.

No se vale en esta situación una suerte de buenismo cándido, como si todos fueran lo mismo, como si se tratara de un malentendido entre demócratas, dándole a Maduro una legitimidad que no tiene o transformando en patriota a un turbio personaje como el tal Cabello que Dios nos dio, eso es un grueso error o pura mala fe.

También he escuchado que es injusto tratar de que regrese la democracia en Venezuela, cuando nada se dice de China o de Cuba.

Claro que es injusto, mejor sería que hubiera democracia en todas partes, pero la respuestas es pragmática: hoy donde parece posible ese cambio es en Venezuela, porque hay un gobierno con grandes dificultades para ejercer su tiranía y un pueblo que lo está rechazando abiertamente.

Ojalá hubiera el máximo de democracias en el mundo, pero dependerá de cada proceso histórico, de cada situación particular.

No porque ello en otras latitudes resulte hoy irrealista hay que inhibir el apoyo a lo que hoy se presenta factible.

Siempre será un logro que haya un país menos en el mundo donde no se respeten los derechos humanos, más aún cuando en ese país millones viven en condiciones de extrema precariedad.

Si en Venezuela los venezolanos pueden avanzar ahora hacia la democracia, corresponde a los demócratas de todas las tendencias acompañarlos.

¡Lo demás son monsergas y paparruchas envueltas en baratijas ideológicas!