Ese es el lema que figura en el escudo de la ciudad de París, y se puede traducir al español como "Golpeada por las olas, pero no hundida". Dicho lema reflejó bien el espíritu con que los parisinos enfrentaron recientemente el incendio de la Catedral de Notre Dame y se puede aplicar también al resultado de las elecciones del Parlamento Europeo y su significado para Europa y para el mundo.
En verdad, la cosa venía mal, las proyecciones electorales eran muy negativas para quienes consideramos que la democracia representativa, con todos sus defectos y necesidades de renovación, es el sistema que mejor nos asegura el respeto a los derechos humanos, las libertades, la igualdad y la dignidad de los ciudadanos.
La fase de la globalización por la que atravesamos se caracteriza por una situación geopolítica marcada por el conflicto entre las potencias-continentes más poderosas, conflicto por la hegemonía comercial y tecnológica, con un creciente trasfondo de amenazas militares.
China, de manera abierta, y Rusia, de facto, no practican un sistema democrático; la India, que sí lo ha hecho desde su independencia, está hoy gobernada por una tendencia nacionalista y autoritaria; la vieja democracia de los Estados Unidos tiene a su cabeza a un personaje peleón y nacionalista que busca la supremacía a toda costa.
Un capitalismo desregulado nos ha llevado a una era de la información con crecientes desigualdades y frustraciones, particularmente de los sectores medios, que sienten en peligro su futuro y temen los cambios en curso, se arrocan en una nostalgia estéril y las emprenden contra los condenados de la tierra, que fruto de guerras, tiranías y desesperación llegan a las costas de los países desarrollados: refugiados y migrantes.
Europa está sacudida por todo ello, su economía crece con lentitud, sus clases medias pierden niveles de protección, sus valores democráticos pierden prestigio entre los más jóvenes y sale lo peor que hay dentro de los seres humanos: el miedo y el desprecio al otro, la imaginería absurda de purezas raciales que nunca han existido y se abre paso así a la búsqueda del hombre fuerte, aquel que resolverá todo de un plumazo y cuya única referencia será ese concepto de geometría variable que es "el pueblo" con el cual pretenden fusionarse todos aquellos que tienen una vocación dictatorial para ejercer el gobierno.
La Unión Europea, con todos sus límites, significó la superación de la violencia y las guerras en el escenario principal de las dos guerras mundiales del siglo pasado, y generó, a través de la cooperación, un bienestar compartido. Ha tenido muchos logros, pero ellos son percibidos como insuficientes, sobre todo para los tiempos que corren.
De allí la importancia de las recientes elecciones al Parlamento Europeo. En estas elecciones estuvo en juego la existencia misma de una Europa unida, así lo comprendieron los europeos que tuvieron la participación electoral más alta de los últimos 20 años.
La situación política venía deteriorándose desde hace ya un buen tiempo. En todos los países, quién sabe si con la sola excepción de Portugal, habían surgido partidos de extrema derecha, soberanistas en un sentido burdo y agresivo, xenófobos e incluso racistas, que aceptan a regañadientes las normas democráticas surgidas de la posguerra. Partidos dedicados a desarrollar los miedos y las frustraciones de una buena parte de la población, aquella parte que ha perdido identidad y significación y cuya baja escolaridad la ha expulsado del mundo laboral y la ha instalado en un limbo sin futuro. Hacia ellos han dirigido un discurso de resentimiento que retoma en ocasiones la estética del viejo fascismo, discurriendo contra las élites y los poderes ocultos de la economía "cosmopolita", prometen que dándole la espalda al resto del mundo todo se resolverá en un santiamén.
Aun cuando tienen entre sí graduaciones y diferencias, producto de su reclamo de singularidad nacional, constituyen sombrías alianzas internacionales, contando con la asesoría de Bannon y el financiamiento de Putin.
Los partidos democráticos tradicionales han tenido grandes dificultades para entender los cambios y tienden a pelearse entre ellos como si no existiera un peligro mayor para la democracia en su conjunto.
Algunos políticos conservadores tratan patéticamente de competirles con un lenguaje cercano al nacionalismo y autoritarismo, socialdemócratas y liberales, muchas veces se paralizan y se quedan sin conducta , surge además un populismo de izquierda que cree que solo con otro populismo se derrotará al populismo de derecha y hacen de los partidos democráticos su principal adversario.
Por ello el resultado electoral, siendo mediocre para Europa y los partidos democráticos, nos produce cierto alivio. Si bien Marine Le Pen en Francia llegó a la cabeza por milímetros y Salvini, su grotesca versión italiana, lo hizo por muchos metros, si tomamos el conjunto del resultado electoral, la extrema derecha no puede cantar la victoria que esperaba.
Los partidos conservadores y democratacristianos siguen siendo la primera fuerza, aunque perdieron representantes, lo mismo ocurrió con los socialdemócratas que siguen siendo ampliamente la segunda fuerza, aunque también perdieron representación, sobre todo por la caída alemana y la debacle socialista francesa. En el resto de Europa recuperaron fuerzas no solo en España, sino también en Europa del Norte e Italia, donde el Partido Democrático tuvo una notable recuperación. Avanzaron notablemente los verdes, los liberales y los social liberales que irrumpieron por primera vez. Todas ellas son fuerzas europeístas y democráticas. Los populistas de izquierda como Podemos, en España; los Insumisos, en Francia, y el indefinible populismo de Cinco Estrellas, en Italia, se desbarrancaron.
La extrema derecha en Alemania, España, Grecia, Finlandia y otros países tuvo resultados magros. Solo en Hungría y Polonia siguen pisando fuerte.
Conviene señalar también que en Francia Marine Le Pen no tiene comprada la entrada para el Eliseo, esta no es la primera vez que llega primera. Con la foto de hoy, Macron en una segunda vuelta sería reelegido. Considerando que los chalecos amarillos van a la baja, si hace las cosas bien, aún tiene espacio para recuperar terreno.
Del mundo político británico mejor no hablemos, aplicando ese piadoso dicho francés de que "no se le dispara a una ambulancia".
Sin embargo, lo peor para los demócratas, y sobre todo para los demócratas progresistas, sería prolongar su suspiro de alivio. El problema que tienen es inmenso y los tiempos para enfrentarlo son cortos. La próxima arremetida del nacionalismo bárbaro puede ser brutal si la situación no mejora, si no se establecen relaciones de credibilidad de la ciudadanía con los partidos democráticos -tradicionales o nuevos-, si no hay una economía más sana que permita adaptar las políticas laborales y sociales a los tiempos de hoy, si no se es capaz de regular el proceso migratorio y derrotar la política del miedo.
En estos tiempos de predominio de los estados-continentes, la unidad europea es indispensable para que los valores democráticos tengan un mayor peso en el concierto mundial.
Ello no es banal para que la democracia retome su impulso en América Latina y se consolide. Cuando nos preocupamos de Europa, nos estamos preocupando también de nosotros.