Paladines de encumbrados círculos anuncian que está por librarse una descomunal batalla teológica. No sólo la predican como hizo el Papa Urbano II con la primera cruzada, sino se aprestan a entrar personalmente en combate.
Dicen que ha llegado la hora de abandonar la obsecuencia con que se han enfrentado los conceptos, valores, programas, posturas y eslóganes que la izquierda ha sembrado en la conciencia nacional a lo largo de décadas. Fue una siembra muy provechosa, pues lo ha sido la cosecha, rica en discursos políticamente correctos a la medida de ese sector. Algunos no son muy ortodoxos, pero los han cooptado por oportunismo o por tardío convencimiento.
Difícil discriminar cuál motivo opera en cada caso; en el de la sexualidad, por ejemplo, donde próceres y militantes de añeja raigambre machista-leninista hacen ahora ostentación de una amplitud de criterio, flexibilidad de espinazo y sonriente compostura superior incluso a la del Presidente de Corea del Sur, el señor Moon, la discriminación es casi imposible. La derecha, por su parte, a lo largo del mismo período no sólo se dejó estar sino, aun más, no pocos barbilindos de ese sector han sido mesmerizados y le hacen ojitos a la mitad de la agenda progresista. También en este caso es arduo determinar si se trata de convencimiento u oportunismo.
Sofoco
Podría, en verdad, ser la hora de desenvainar la pluma. Aunque aún estamos lejos de la situación cuando dicho discurso correcto deja de ser sólo un ente majadero y asfixiante y pasa a la calidad de Doctrina Oficial de la Iglesia, lo cierto es que avanzamos por ese riel. El proceso es conocido: comienza con las expectoraciones de algún profeta y media docena de apóstoles, gana terreno en el candoroso mundo de los comunicadores, luego se pone universalmente de moda y un buen día termina convirtiendo el espacio de la convivencia en atmósfera sofocante y terreno minado. ¡Cuidado con lo que se dice o escribe porque la inquisición, el comisario, los guardianes de la revolución o los espías del César se harán cargo del pecador! Es cuando se constituye la sociedad de la conversación basada en bisbiseos, del "cuidado con lo que dices en voz alta que te harán mierda en las redes". De ahí el titulo del libro del historiador Orlando Figes, Los que Susurran, donde examina con brillantez los oscuros años del estalinismo, época y lugar cuando y donde ese infierno llegó al paroxismo.
Ninguna nación está libre de terminar susurrando. Quien visitaba Cuba en los primeros años 50 hubiera reído de decírsele que en un país donde predominaba la jarana y una actitud crítica, con dictadura de Batista y todo, iba a terminar, con el fidelismo, recitando a coro el evangelio marxista y juntas de vigilancia en cada barrio. Lo mismo en Venezuela. Siempre el discurso políticamente correcto –o religiosamente correcto– genera un espacio hostil para la inteligencia. La asfixia la perpetran no sólo los inquisidores del momento, sino, peor aun, la masa que convierte dicho discurso en vehículo para saciar su resentimiento.
No se ha llegado a ese extremo, pero quienes anuncian una batalla ideológica contra la izquierda y en pro de la libertad encararán, si bien no una doctrina oficial y todopoderosa, sí un recetario de ideas y sentimientos muy consolidado por estar al alcance de todos los cerebros y corazones. Es, por eso, popular. ¿Cómo no serlo si explica el mundo con dos variables, propone misiones y visiones glamorosas sin costo, ofrece la grata compañía de hermanos en la fe y ninguna necesidad de hacerse angustiosas preguntas? Encararlo es camino muy cuesta arriba, casi vertical. Los paladines lucharán contra Goliath, pero sin la honda.
Naturalmente no todos oran y comulgan. Hay heréticos, pero la mayor parte lo son no porque piensen por su cuenta sino por mamarse otro discurso, el "tradicional", ya desacreditado y en retirada. No es en ellos que los proponentes de una batalla ideológica van a encontrar soldados. Quienes efectivamente ven TODO discurso como una majadera y asfixiante construcción repleta de arrogancia, fanatismo y potencial opresión son siempre apenas suficientes para organizar un té-canasta en el club liberal.
Batalla imposible
¿Puede entonces, la "derecha", combatir con éxito en ese terreno? ¿Tiene alguna posibilidad de convencer en el sentido de incrustar sus principios en una masa crítica de población, como lo ha logrado la izquierda con los suyos? No nos parece. Ya sea que se exprese de modo panfletario o con la sustancia filosófica de un Karl Popper o Raymond Aron, el axioma medular del pensamiento liberal es la libertad como valor supremo, lo cual implica dejar actuar sin frenos -salvo los mínimos absolutamente necesarios que hoy impone la decencia– la iniciativa y competencia personal en todo orden de cosas. Eso da lugar más temprano que tarde a distinciones brutales de riqueza, prestigio, reputación, poder, éxito y lucimiento que dejan fuera del escalafón a la gran mayoría. ¿Y cómo podría entonces ser mayoritaria una doctrina que conviene a y refleja la vida de un grupo minoritario? Además, como lo demostró hace años Erich Fromm, la libertad sería una carga de la cual la inmensa mayoría de la humanidad aspira a sacudirse lo antes posible. Queremos ser libres de la libertad porque nos obliga a tomar decisiones, asumir riesgos, tolerar inseguridades y encarar fracasos siempre más probables que el éxito; amén de eso desnuda sin piedad y con o sin cuotas, con o sin bonos, con o sin "emparejamientos de cancha" y con o sin compensaciones las enormes distancias que median entre los seres humanos en inteligencia, talento, valor, perseverancia, energía, diligencia, entereza y todas las demás cualidades que hacen la diferencia, digámoslo de frentón, entre el ciudadano promedio y los de las élites en todas las avenidas de la vida. No sólo la libertad irrestricta hace muy posible el fracaso, sino aun peor, favorece el éxito de otros, del OTRO.
Una prueba notoria de cuán preferible es para nuestra especie huir de la libertad y correr hacia la pertenencia tribal y un catecismo que ahorre esfuerzos, elimine incertidumbres, alivie de la responsabilidad y evite o aminore el odioso espectáculo de la superioridad ajena suelen darlo precisamente quienes, según una sempiterna y banal teoría, serían los más libertarios y los más inclinados a la rebelión contra el establishment, a saber, los jóvenes. Al contrario, rara vez aquellos combaten "lo que es" para ganar la libertad en abstracto, sino por lo general sólo aspiran a librarse de lo que son las demandas y obligaciones concretas de la familia y del medio en el que nacieron. Una vez logrado eso -luego de la consabida etapa de la rebelión- ya no quieren seguir siendo libres, sino dejar de serlo en calidad de miembros de la cofradía del momento. Mejor que pensar por cuenta propia es recibir el bautismo de una fe. A la pasada automáticamente se sale trajeado con una identidad preconfeccionada. En breve: no confundir la aspiración por la libertad con el deseo de librarse de las cargas.
De ahí que sea la juventud el material abrumadoramente mayoritario de cualquier movimiento. ¿De cual? Del que esté a la mano. Dependiendo del lugar y momento histórico en el que viva, ese joven será miembro de las juventudes nazis o de las juventudes comunistas o del movimiento hippy o de los Soldados de Cristo o de los Voluntarios por la Paz o de los Ecologistas Profundos o de los Rangers de Texas o de la secta de Manson o de la mutual de contactados por los extraterrestres.
¿Y por qué fue derrotada entonces la NM, Vaticano del discurso políticamente correcto? Lo propusimos en otra columna: simplemente por miedo al desastre. Se rechazaron las agendas progres no por amor a la libertad, sino por odio a perder la pega, no por independencia de juicio sino por depender de un sueldo o un pequeño negocio. Aun el devoto más ingenuo sale a escape de un templo que se está incendiando.
No nos anoten para esa batalla, pero les deseamos mucha suerte...