A nadie hay que andar recordándole que no vivimos en un país perfecto. Al revés: estamos llenos de limitaciones, de puntos negros, de prácticas impresentables, de injusticias que vienen de antiguo. Estamos también presos de una historia que nos gusta poco. Obviamente todos hubiéramos preferido que la democracia chilena no se hubiera hundido bajo el peso de pobreza, la demagogia, las expectativas sociales frustradas y de la fascinación que ejerció la violencia sobre buena parte de la sociedad chilena. El ideal es que no hubiésemos tenido golpe de Estado. Y que el gobierno militar hubiese sido corto y respetuoso de los derechos humanos. También, que la transición y los gobiernos concertacionistas hubieran cumplido con estándares de transparencia y franqueza que en realidad no tuvieron.

¿Significa eso –como creen muchos– que hay que volver a fojas cero, entendiendo por cero el 10 de septiembre del 73, el 4 de septiembre del 70 o, si es por tirar la pelota más lejos, el 10 de septiembre de 1810?

Solo en una cabeza muy extraviada puede caber algo así. Extraviada e inmadura. Lo cierto es que tanto las personas como los países que no pueden hacerse cargo de su propia biografía o de su propia historia terminan invariablemente en el patetismo. No tiene sentido dar nombres. Lo mismo van a la tele que a Naciones Unidas a victimizarse profesional y sistemáticamente las 24 horas al día los siete días de la semana (es la profesión de esta época) e inventan monstruos, demonios, fatalidades, enemigos y conspiraciones para descargar sus propias culpas. Incapacidad de hacerse cargo de la biografía, incapacidad de asumir la historia.

También hay que tener una cabeza muy extraviada para suponer que los problemas del país no se puedan afrontar ni corregir. Una tesis que choca todos los días contra la evidencia. Mal que mal algo en Chile se ha estado haciendo. Se hicieron perfeccionamientos en la institucionalidad democrática. Con todas las chapucerías del caso, se colocó sobre la educación una prioridad que desde hace décadas el sector estaba pidiendo a gritos. Los empresarios que quieren coludirse hoy lo tienen que pensar no dos veces, sino diez. No se habrá hecho justicia en todos los casos, como lo prescribe la igualdad ante la ley, pero qué duda cabe que el país saneó el estándar en materia de financiamiento de la política. Chile además finalmente parece haber terminado haciéndose cargo de los niños vulnerables y abandonados. Y hay objetivamente mayor sensibilidad que nunca entre la gente tanto a los desafíos de la seguridad pública como del crecimiento económico.

Estas no son piezas libreteadas por el discurso de la autocomplacencia. Son cosas, son logros, que a quien sea –a la centroizquierda, a la derecha, a otros grupos y al país como un todo– le ha costado mucho sacar adelante y que sería obviamente suicida tirar por la borda. Es una recomendación obvia, casi ramplona. Lo curioso es que haya gente dispuesta a farrearse todo eso por rabia, por pequeñeces políticas o por quimeras.

Esta semana, después del cerrojo que la comisión de Trabajo le había impuesto a la idea de legislar sobre la reforma pensiones, la sala de la Cámara se lo levantó. El hecho en sí ya es un acontecimiento. Lo es por varias razones. Primero, porque el país tiene en este frente un problema gigantesco y no tiene presentación alguna seguir postergándolo. Segundo, porque describe un éxito de proporciones del gobierno: no hay que olvidar que la idea de legislar sobre esta materia le fue rechazada al propio gobierno de Michelle Bachelet, no obstante que tenía el control de ambas cámaras del Congreso. Y tercero, porque este no es un sí al proyecto alcanzado entre gallos y medianoche, pirquineando votos por aquí y por allá. Corresponde a una decisión institucional, sobre todo de la DC, y también de algunos radicales, que están definiendo y recuperando su identidad política y que entendieron que esta decisión suya va más allá de conveniencias de corto plazo, porque este es un asunto que finalmente interpela al Estado y al país como un todo. Bueno sería que el juego político local considerara con más frecuencia y responsabilidad estas variables. El soplo republicano se agradece en momentos en que el clima político se había contaminado demasiado.

La historia obviamente no termina aquí. Nadie puede garantizar cuál será el desenlace de esta reforma impostergable. De hecho el acuerdo alcanzado deja frustraciones a lado y lado. Pero lo básico debiera aprobarse: mejores pensiones para quienes están peor, más ahorro en las cuentas individuales, incentivos para postergar el retiro, entre otras cosas. No cubrirá todas las expectativas, es cierto, pero esos tres puntos al menos describen un cuadro superior al actual. ¿Existirá otra manera para que los países progresen?