Columna de Héctor Soto: El árbol y la leña
La institución de las acusaciones es rara. Así sea que el ministro acusado se salve o se tenga que ir, lo cierto es que, más allá del triunfo de unos y la derrota de otros, las cosas siguen más o menos igual. Y en este sentido -cuando responden solo a intereses políticos y no a infracciones constitucionales graves- son una gran puesta en escena en la forma y una gran estupidez en el fondo.
Las próximas semanas dirán si es un acierto o un error la decisión opositora de presentar el jueves, o de hacer como que la presentaba, una acusación constitucional contra la ministra de Educación. El libelo acusatorio entrará esta semana a la Cámara de Diputados justo después de que el oficialismo sufriera una derrota importante en la Comisión de Trabajo, cuando sus miembros aprobaron por siete votos contra seis, y sin mayor discusión, la reducción de la jornada laboral de 45 a 40 horas semanales, incluyendo en ellas el tiempo de colación. El recorte, por lo tanto, es superior a siete horas semanales.
En principio, ambos hechos se potencian y le podrían infligir dos derrotas consecutivas al gobierno. Como en política siempre es una tentación hacer leña del árbol caído, se entiende que la correlación genere alarma en La Moneda. Pero también podrían terminar anulándose, porque, por muy alejada que esté la política de las prioridades del país, llega un momento en que la realidad termina imponiéndose. La idea de que trabajando menos la gente va tener el mismo sueldo y producirá más es maravillosa como ficción, pero contraría el más elemental sentido común. También va a contrapelo de la sensatez la tesis de que este reajuste encubierto del 12% de las remuneraciones no afectará en absoluto la economía, porque, sobre todo en las empresas grandes, las utilidades son lo bastante cuantiosas para absorber sin mayor trauma este y otros aumentos de costo. Mejor ni hablar de la oportunidad de la iniciativa, que coincide con el momento de mayor incertidumbre de la economía mundial de los últimos años y con el esfuerzo más resuelto que haya realizado un gobierno alguno en las últimas décadas por apuntalar la inversión y fortalecer los niveles de actividad. El proyecto rema justo en la dirección contraria.
Así y todo, sin embargo, la Comisión de Trabajo lo aprobó sin problemas. Los problemas vendrán más bien ahora, cuando el gobierno tenga que retomar la agenda luego de haberla perdido por culpa de sus propias confusiones, cuando el Tribunal Constitucional tenga que verificar la improcedencia del proyecto, cuando la DC tenga que explicarles a las pymes las razones por las cuales lo respaldó, en fin, cuando se empiecen a hacer oír los planteamientos de economistas, empresarios y expertos que consideran que la iniciativa es, si no una locura, una gran imprudencia al menos.
Para todo eso habrá tiempo y no mucha atención. Porque en realidad será la acusación constitucional la que termine capturando el debate. Las acusaciones constitucionales corresponden al momento más crítico de nuestro sistema político y llevan siempre pintura de guerra. Es raro que esta prerrogativa parlamentaria, que viene de la Constitución del 33, la de Portales, haya sobrevivido hasta hoy, no obstante el resuelto presidencialismo que distinguió a la república pelucona y no obstante también el resuelto sesgo autoritario de la Constitución de Pinochet. Lo concreto es que el mecanismo existe y que ahora último parece estar hecho para llevar al patíbulo a los ministros de Educación. Es lo que ocurre cuando las distancias entre oficialismo y oposición se vuelven abismales. Fue así como cayó Yasna Provoste en 2008 y Harald Beyer en 2013. Nada personal, se advirtió en ambos casos. Porque se aducen justificaciones jurídicas que en realidad, al final, importan un rábano. Esto es política, es símbolo, es manifestación de poder en su más cruda expresión.
La institución de las acusaciones es rara. Así sea que el ministro acusado se salve o se tenga que ir, lo cierto es que, más allá del triunfo de unos y la derrota de otros, las cosas siguen más o menos igual. Y en este sentido -cuando responden solo a intereses políticos y no a infracciones constitucionales graves- son una gran puesta en escena en la forma y una gran estupidez en el fondo. En la mayoría de los casos no dejan nada. Las cosas siguen más o menos igual, aunque con ánimos más caldeados, por supuesto. Justo lo que se necesita para emporcar más el ambiente.
No solo no está fácil gobernar. Tampoco está fácil interpretar a las mayorías y construir proyectos políticos alternativos al Chile que surgió de la transición política. De lo primero, La Moneda acumula amplia evidencia. De lo segundo, algo está aprendiendo la actual oposición. Pero no lo suficiente como para darse cuenta de que no todas las grescas le sirven por igual.
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