Bálsamo o veneno, el poder es un intangible huidizo. Tan importante que lo tengas es que los demás crean que lo tienes. Entremedio, si mandas y te obedecen, tanto mejor para ti, porque esta, en realidad, es la prueba de fuego. Pero si incluso sin mandar te creen poderoso, no te pierdas ni un solo segundo, porque efectivamente ya lo eres y, en consecuencia, diría Maquiavelo, cuídate.
Si Alfredo Moreno está ranqueado en la nueva encuesta de poder como el personaje más poderoso después del Presidente de la República es posiblemente porque la élite protege a los suyos y porque, entre todos los secretarios de Estado de su gabinete, el ministro de Desarrollo Social es el que llegó al gobierno con más autonomía de vuelo y peso específico de orden personal. Moreno no está donde está por sus contactos políticos. Tampoco por haberse forjado a la sombra del piñerismo. Está ahí porque el Presidente valoró mucho el trabajo que hizo en Cancillería en su primer gobierno. Y, sobre todo, por ser un lince del mundo corporativo, un negociador superdotado, un ejecutivo y hombre de empresa que en un momento dado se convirtió en el macho alfa del empresariado chileno. No en último lugar, también por ser un interlocutor con el cual Piñera habla de igual a igual en casi todos los temas. Ojo, porque no son muchos los escogidos que acceden a esas esferas.
Moreno es parte -y parte ejemplar- del cambio que ha tenido el empresariado chileno en la última década. Es un hombre que supo entender bien -y entender a tiempo- lo que significaba en la cultura empresarial doméstica el tránsito desde un Chile completamente fáctico al país de la modernidad y de la transparencia al cual quisiéramos estar acercándonos. Eso supuso revaluar la función de la empresa, redimensionar sus responsabilidades sociales y, bueno, dejar atrás la idea de que no cabían para las empresas otras responsabilidades que no fueran maximizar, por un lado, las utilidades en favor de sus socios o accionistas y la relación precio-calidad de sus productos o servicios, por el otro, en favor de los clientes. Esa noción quedó en el pasado y hoy hasta los empresarios menos renovados asumen que las empresas tienen, por parte baja, un desafío de integración social de proporciones. De ahí para arriba.
Posiblemente, el gran cambio ocurrido en Chile en los últimos años no es el de los políticos y tampoco el de la academia o el de los medios. Si alguien quiere hablar de fuertes cambios registrados en Chile tendría que hacerlo, sobre todo, respecto de las dirigencias sociales (y todo lo que ha significado en términos de emergencia del llamado tercer sector), respecto de los fiscales y jueces (que hace mucho tiempo dejaron de hablar solo en tribunales o a través de sus fallos) y, muy en especial, respecto de los empresarios, a pesar (o quizás más bien por efecto) de las experiencias traumáticas que el sector vivió en los casos de colusión y de financiamiento irregular de la política.
La figura de Moreno -tal como la de dirigentes tipo Alfonso Swett o Bernardo Larraín, o la de actores como Andrés Navarro, Sandro Solari, Ignacio Cueto o el propio Andrónico Luksic en su versión redes sociales- está asociada a ese reposicionamiento. Por lo mismo, puede haber llamado la atención hace algunas semanas que el ministro reclutara a varios de ellos para echar a andar el programa Compromiso País de su ministerio, que busca combatir la pobreza desde una alianza público-privada y a partir de un mapa que identifica diversos tipos de vulnerabilidad social. Sin embargo, está absolutamente en la lógica de conducta de estos empresarios abrirse a esfuerzos de esta naturaleza, que buscan indagar posibilidades de aplicar modelos de gestión del mundo privado a problemas públicos. Dicho así parece sencillo y fácil, pero es obvio que se trata de un desafío que debe enfrentarse con la debida transparencia y cautela para no confundir planos ni intereses.
Aunque en Chile hay muchísima evidencia sobre las potencialidades de la colaboración público-privada, lo cierto es que es bien ambiciosa la apuesta de articular un trabajo sistemático y conjunto dirigido a combatir fuentes concretas de marginalidad y disociación. La iniciativa quiere ser un testimonio concluyente de justicia social colaborativa de un gobierno de centroderecha. La experiencia es nueva y desafiante. En ella se van a jugar su prestigio el gobierno, el ministro y, desde luego, todos los grupos de trabajo y empresarios convocados. El resultado no está en absoluto garantizado. Si las expectativas se cumplen, se abrirá un horizonte muy promisorio para el desarrollo de nuevas políticas sociales. Si se frustran, por supuesto no será solo el ministro quien deba dar explicaciones.
Quienes ven en Alfredo Moreno una suerte de delfín o un liderazgo que eventualmente podría competir para ser el candidato de la proyección del actual gobierno el 2020 asumen ciertamente que tanto el Plan Araucanía, que es el otro gran proyecto social que está llevando adelante el ministro, como los alcances de Compromiso País van a instalarlo de todos modos en las ligas mayores de la política. Sí, podría ser. Aunque también podría no ser: todavía Moreno es un personaje poco conocido y, además, bastante desconectado hasta aquí de las orgánicas políticas del oficialismo. Es prudente dejarlo claro: en estas especulaciones, que son enteramente lícitas, se juntan a menudo la racionalidad con las ganas y lo que es posible con lo que se supondría que es inevitable. Dicho de otro modo, se ponen en acción cadenas de causalidad que son un tanto tramposas. El entusiasmo y la simplificación contaminan los cálculos. La realidad siempre es más compleja y ni hablar de los misterios que envuelve la política. Pero, sí. Podría. El escenario está abierto.
Por otro lado, ¿querrá? Es una pregunta, después de todo, que también importa.