Sí, es cierto: esta película ya la vimos. La forma en que se descompuso esta semana la relación entre La Moneda y el Parlamento remite no a los períodos más críticos de la transición, donde por último las tensiones respondieron a dilemas sustantivos, sino al negro historial de desencuentros políticos que hundieron a los cuatro gobiernos previos al derrumbe definitivo de la democracia chilena en 1973. A su manera, y seguramente por muy distintas razones, tanto los presidentes Ibáñez y Alessandri como Frei y Allende se sintieron en su momento muy incomprendidos y atados de pies y manos a una mayoría parlamentaria que les impidió llevar a cabo el gobierno que querían. Es significativo que a los cuatro les haya terminado pareciendo poco el resuelto énfasis presidencialista que tenía nuestro régimen político a la luz de la Constitución de entonces. Y no hubo un solo minuto en que todos ellos no soñaran con una presidencia todavía más fuerte.
La verdad es que es difícil recordar con alguna cuota de nostalgia ese período. Fueron años en que Chile creció poco y en que las enormes expectativas generadas por el sistema político encontraron muy poco sustento en el sistema económico, atendidos sus rendimientos cada vez más declinantes. Estas asimetrías no tardaron en hacerse insostenibles y en cosa de muy pocos años el país "quemó" -como quema el condenado a muerte los recursos judiciales que sabe de antemano que le van a rechazar- la apuesta populista de Ibáñez, el gobierno gerencial de Alessandri, la revolución en libertad de Frei y la vía chilena al socialismo de Allende. El país ensayó todo y todo fracasó. Y aunque hoy puedan encontrarse mil explicaciones para estos desenlaces, no deja de ser revelador que tras cada uno de estos fracasos aparezca la imagen -como telón de fondo, como piedra en el camino, como mecha inicial del incendio o como circunstancia coadyuvante- un presidente recriminador y quejumbroso y un Parlamento díscolo que rechazaba los proyectos, bloqueaba las iniciativas y echaba por tierra las ínfulas mesiánicas de los mandatarios.
Si en algo el Presidente Piñera no se equivoca es que, en general, a Chile le ha ido bastante mal cuando su clase política ha sido incapaz de alcanzar grandes acuerdos -partiendo por acuerdos entre el Ejecutivo y el Legislativo- y le ha ido, en cambio, bastante bien cuando pudo alcanzarlos, que fue justamente lo que ocurrió del 90 al 2010, en los cuatro gobiernos concertacionistas del período de la transición.
Está bien: sabemos que ese ciclo terminó y que estaba amparado en supuestos que hoy día son simplemente inviables. Cada momento histórico tiene sus propias lógicas. Pero eso no tiene por qué significar un retorno sin más al desentendimiento crónico que existió durante dos décadas, desde 1952 hasta 1973, entre dos poderes del Estado. De esa experiencia ambos poderes salieron perdiendo. Y bastante más de lo que creyeron estar arriesgando.
Es por supuesto prematuro sacar como conclusión del bochornoso desenlace que tuvo esta semana el proyecto de reajuste del salario mínimo –instancia que todos los años se presta para indecorosos alardes de hipocresía e inconsecuencia- el diagnóstico de un sistema político que está bloqueado o que haya dejado de funcionar. Quizás el problema fue solo que coincidieron circunstancias infautas: consideraciones subalternas mezcladas con rencores en la oposición, ilusiones de alcanzar una unidad que en realidad el bloque no tiene, errores del propio gobierno en el seguimiento de la tramitación y en el pastoreo de los votos que se necesitaban para aprobar el proyecto. Vaya uno a saber qué. Lo concreto es que cientos de miles de trabajadores se quedaron sin reajuste y eso no tiene ninguna presentación.
El país tendría que estar preocupado si este episodio –lamentable y todo lo que se quiera, pero al final anecdótico- fuera un ensayo general de los tiempos que vienen. Porque el sistema -la institucionalidad, el país- así no funciona. Así más bien se despedaza. Y como el país progresa solo cuando hay acuerdos, alcanzarlos es un imperativo que la clase política no debiera dejar de tener en vista ni un solo minuto en el día.
El gobierno, claro, tiene el legítimo derecho a preguntarse hasta dónde quiere llegar en ese esfuerzo. Bien podría considerar que hay acuerdos que no le sirven, porque traicionarían su proyecto o su ADN ideológico. Está bien. Sin embargo, esos límites hay que tenerlos claro al entrar a negociar. No es cierto que todo acuerdo sea valioso o que un mal acuerdo sea siempre preferible al conflicto. Pero también está claro que la alternativa de la ruptura del diálogo político y de la confrontación constante es un escenario de terror, porque conduce al bloqueo.
La Moneda va a necesitar mucha serenidad para definir estos márgenes, que es lo que no ha tenido desde el ajuste de gabinete. No es solo el Presidente, sino todo su gobierno, el que tendrá que controlar mejor su ansiedad. El manejo de la crisis ambiental ocurrida en Quintero dejó ver esta semana muchas debilidades asociadas a la precipitación y a un protagonismo innecesario. El resultado es que todo lo que el Mandatario había aprendido a contenerse en sus primeros cuatro meses de gobierno ahora está en riesgo. Se trata de un efecto clásico. Los actores políticos, en general, aprenden a cuidarse muy temprano de los adversarios que tienen al frente. Pero se cuidan poco de sus propios impulsos y atolondramientos, en circunstancias que pueden ser tan corrosivos como las más torvas estrategias opositoras.