Parece contraintuitivo, pero es evidente: hay veces en que es más fácil gobernar un país que gobernar la ansiedad. Es lo que el Presidente Piñera podría estar corroborando. Luego de un período inicial en que el Mandatario se contuvo, en que controló la sobreexposición, en que se guardó para las grandes decisiones o para dirimir divergencias internas importantes, la tendencia al protagonismo, que tanto daño se le hizo a su primera administración, ha vuelto a reaparecer. Piñera no se contiene y siempre encuentra buenos pretextos y malas razones para hablar, para estar, para ser y para que alguien no vaya a pensar ni por un segundo siquiera que el Presidente anda en otra. El dato curioso, el dato avaro, es que la omnipresencia presidencial no se traduce en cercanía. De todos los atributos de liderazgo que mide la encuesta CEP (firmeza, destreza, confianza, etc.), la cercanía es la que a Sebastián Piñera más le cuesta. Y es la que más fácil se le dio a Bachelet, claro que solo en su primer gobierno. En el segundo esta variable no fue muy distinta de lo ha sido para el Presidente actual.
No obstante que el gobierno está cerrando un año relativamente bueno -la economía volvió a crecer, mejoró el clima anímico, la política perdió protagonismo-, lo cierto es que el Ejecutivo no consiguió capitalizar el mejoramiento de las expectativas asociado al trabajo de normalización del país en que el propio Presidente ha estado trabajando luego de cuatro años fatales, marcados por el deterioro de la convivencia, la pérdida del dinamismo de las actividades y una serie de reformas mal hechas. Aunque no haya sido destacada lo suficiente, la gran novedad de la última encuesta CEP, más allá del 37% de apoyo al Presidente, más allá del retorno de Lavín a la primera fila de la política chilena y más allá de que la oposición no tenga ningún otro liderazgo potente aparte de Michelle Bachelet, es que la gente recuperó confianza en sí y en el país. La percepción de quienes consideran que la situación económica es buena o muy buena subió cuatro puntos y se redujo en cinco la de quienes la consideran mala o muy mala. Los números mostraron un salto importante -de 18 a 30- entre quienes sienten que el país está progresando, y bajó de 15 a 12 el porcentaje de los que piensan que estamos en decadencia. Igualmente estimulante fue la reducción de la tradicional brecha que en nuestro país se observa desde hace años entre las buenas percepciones de la situación económica personal y la del país. Ambas líneas tienden a converger ahora un poco más, básicamente porque el horizonte del país se ve más despejado. Para decirlo en corto, Chile comenzó a salir del túnel.
Tanto o más importante, a lo mejor, son los datos de satisfacción personal que entrega la encuesta. La gente que se declaró "muy feliz" en los últimos 20 años sigue representando una fracción similar: entre el 26 y el 28%. Pero si en 1998 los que se consideraban "bastante feliz" representaban el 32%, ese grupo ahora ya es mayoría y va por el 53%. El de los que se reconocen en la etiqueta de "no muy feliz" bajó del 35% en 1998 a 25% diez años más tarde, y a 18% ahora. Son cifras concluyentes y el golpe de gracia a la tesis del malestar en Chile.
Es verdad que no se pueden confundir peras con manzanas. Incluso más, hay margen para pensar si acaso el mejoramiento de las expectativas no terminó siendo un bumerán para el gobierno. Es difícil sostener las expectativas de un nuevo gobierno sin retornos inmediatos y a fuerza de promesas o de luces más o menos lejanas en el horizonte. Estos son tiempos de impaciencia. E incluso de precipitación, dado el deterioro que acusó -ya en la esfera del franco pesimismo- el indicador de la confianza de los consumidores en noviembre pasado, según el informe preparado por la Universidad del Desarrollo. Se señala que en 12 meses ese indicador ya acumula una caída de 17,5 puntos y a estas alturas está costando discernir cuánto hay de datos duros, cuánto de experiencias objetivas, cuánto de emociones efímeras y cuánto de reflejos condicionados en estas percepciones. Días antes, el Banco Central había divulgado un riguroso estudio sobre el mercado del trabajo en nuestro país, que sugería que, en este frente, no obstante el shock migratorio, había bastante más dinamismo que el reconocido por las cifras de desempleo del INE. Es una aclaración importante que de alguna manera desbloquea la poca correlación que se estaba viendo entre el crecimiento de la inversión y la persistencia del desempleo en rangos de 7%.
Si el gobierno creyó -quizás si con más astucia que calma- que un buen atajo para dejar atrás el caso Catrillanca era salirse del Pacto Migratorio de Naciones Unidas, asunto que la organización mundial venía discutiendo desde hace meses, la verdad es que la operación dejó entrever varias desprolijidades. Por mucho que a veces más valga tarde que nunca, porque si el pacto no nos convenía ahora efectivamente era el momento de salirnos, qué duda cabe que debió explicarse un poco mejor el porqué el país estaba adoptando esta posición a última hora. Aunque se supone que el Presidente evaluó con seriedad los argumentos a favor y en contra, e incluso aceptando la conveniencia de sacar el tema migratorio del ámbito de las simplificaciones, porque esta no es una pelea en blanco y negro como creen los que entran a la discusión con la camiseta puesta, la decisión presidencial dio lugar a descoordinaciones internas y puso a Cancillería ante el desafío de dar una cantidad de explicaciones mayor al que las conductas consecuentes y los hechos diáfanos realmente necesitan.
Tras semanas duras, que bien o mal le significaron perder el control de la agenda, el gobierno siempre tendrá a su alcance la opción de retomarla, sobre todo cuando no tiene al frente suyo una oposición articulada. El problema es que estos episodios desgastan, desordenan y decepcionan. Y es difícil después volver al estado anterior. La pregunta se la hacen todos: ¿En qué estábamos?