Columna de Héctor Soto: El imperio del sentido común
Si durante dos décadas, y por muy distintas razones, el país creyó que no cabía ninguna otra alternativa a que gobernara la centroizquierda, al día de hoy la apuesta es que no hay cómo impedir que lo haga la centroderecha. ¿Qué ocurrió entremedio?
Mientras la centroizquierda se plantea preguntas socráticas sobre su identidad -faltan todavía años para que se pregunte por su proyecto-, mientras elude entrar en las razones de su derrota política y mientras pierde el tiempo recordándoles a los jueces brasileños que, a juicio suyo, la política es más importante que la justicia, la derecha en Chile gobierna. Y gobierna no con un gran programa de transformaciones, sino más bien con un sólido discurso de sentido común.
El sentido común no es poca cosa en política y es un error mirarlo en menos. Le robo una cita de Abraham Lincoln a un libro de Mark Lilla que apareció recién: "El sentir del público lo es todo. Con él, nada puede fracasar; en su contra, nada puede prosperar. Quien moldea el sentir del público va más allá que quien promulga leyes o pronuncia sentencias judiciales".
Si durante dos décadas el sentido común de los chilenos dijo que, en una cabeza bien puesta, no cabía ninguna otra alternativa a que gobernara la centroizquierda, al día de hoy la apuesta es que no hay cómo impedir que lo haga la centroderecha. ¿Qué ocurrió entremedio? Ocurrió, por un lado, que la centroizquierda se desencantó de su propia obra. Y ocurrió también que en el primer gobierno de Piñera la derecha blanqueó su complicidad con la dictadura y probó que podía ser una alternativa legítima y democrática de gobierno. Podía serlo no solo por error o por accidente en la secuencia de administraciones concertacionistas, que es lo que sus dirigentes siempre creyeron, sino porque era capaz de interpretar a Chile mejor que sus adversarios políticos, que es lo que la Nueva Mayoría aún no se aviene a reconocer.
En esas estamos. A diferencia de lo que vino planteando la centroizquierda en los últimos años -que en Chile las cosas no están funcionando y que estamos atrapados en una sociedad invivible dados los grotescos niveles de desigualdad existentes- la derecha se la jugó el 2010 y volvió a jugársela ahora por la idea de que hay que perseverar en la dirección que el país llevaba. Básicamente, la dirección de los acuerdos, la dirección del crecimiento y la dirección de la modernidad capitalista. Las tres, en mayor o menor medida, interpretan un cierto sentir nacional que está hecho en parte de realismo y en parte de sensatez.
Tal como la gente en los últimos meses viene dándose cuenta de que las tomas son una expresión bárbara de tontería e incivilidad (lo cual permite anticipar que los adictos a estas liturgias y prácticas van a extremar la nota con más violencia todavía, en ningún caso con menos), la ciudadanía había tomado plena conciencia ya en 2016 -a mediados de Bachelet II- que el crecimiento económico era importante. Y que no era, como creían muchos, un elemento que estaba dado en nuestro paisaje, como el desierto o la cordillera, y que, por lo tanto, daba más o menos lo mismo si los gobiernos lo hacían bien, regular o mal. Bachelet demostró hasta qué punto en apenas un par de años, a punta de diagnósticos errados y de malas políticas públicas, un país que venía moviéndose mejor que el resto de la economía mundial pasó bruscamente a marcar el paso. Y aunque el gobierno lo negó, la gente se dio cuenta, que es lo que explica que haya terminado huyendo literalmente a Piñera en la última elección. Lo hizo no porque el electorado lo encontrara especialmente carismático, tampoco porque la base social se hubiera derechizado, sino porque vio en el actual Mandatario capacidad para volver a poner la máquina en movimiento.
Es lo que esta administración está haciendo. Con éxito atendible, según los Imacec, los datos de importación de bienes de capital y las cifras agregadas de inversión. Con menos éxito, al parecer, en el desafío de mover las agujas del empleo o de contener la caída de los indicadores de confianza de los consumidores, lo cual enciende una luz amarilla en la carta de navegación de La Moneda. El crecimiento es la gran tarea de Piñera y mientras el dinamismo no se refleje en más y mejores empleos, en aumentos nítidos del poder adquisitivo, nada va a estar seguro ni para el gobierno ni para la centroderecha.
La pregunta es si bastará con eso. Y sabemos la respuesta: no, no basta. No bastó tampoco el 2014, luego de que Piñera entregara el gobierno con buenas cifras y, no obstante eso, la centroderecha obtuviera uno de los peores resultados electorales de la postransición. La pura gestión no es suficiente. Y no lo es incluso en un país donde el individualismo ha llegado tan lejos como en el nuestro. La política sigue necesitando algo, siquiera un poco, más que un aire, un ethos, un sentido, del nosotros, del colectivo, y de eso es de lo que se habla cuando se pide relato o se dice que a La Moneda todavía le falta una narrativa.
Es cierto; le falta, aunque comienza a dar pasos para articularla. Es cosa de aguardar, entre otros ámbitos, las propuestas que el gobierno hará en materia de pensiones, donde está más o menos claro que el concepto de solidaridad no pasará a pérdida, o de estar atentos al desenlace de la iniciativa de las viviendas sociales del alcalde Lavín en la Rotonda Atenas. Dilemas como estos, no temas de alta filosofía política, sino asuntos concretos asociados a la vida de las personas, son los que van a definir tanto la narrativa gubernamental como el tipo de sociedad donde los chilenos queramos vivir. Es un debate de ideas, de alternativas y de dudas que recién está partiendo; no sabemos en qué terminará. Pero ya es una buena noticia que comience. Al fin.
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