Hay razones poderosas para pensar que el sombrío diagnóstico que el Presidente Lagos hizo del actual sistema político era exagerado. A pesar de sus falencias, es difícil aceptar que el sistema haya tocado fondo o esté en una fase terminal. Es cierto que se han roto varios de los consensos que permitieron al país progresar con gran estabilidad durante décadas. Pero Chile sigue creciendo, la seguridad pública no está desbordada, el proceso modernizador en términos sociales y culturales -a pesar de todo- algo avanza, el mapa político se mantiene más o menos ordenado y, lo que es más importante, todavía guarda alguna conexión con el país real. El ideal, desde luego, sería que sus nexos fueran más fuertes. Sin embargo, nadie diría que el gran problema de Chile es que sus instituciones y sus dirigencias políticas dejaron de representar lo que esta sociedad es, lo que puede y lo que quiere.
Eso no significa que el escenario político esté inmunizado contra la sensación de estar muchas veces pedaleando en banda. Algo de esto se vio esta semana a raíz de la elección de la nueva mesa de la Cámara de Diputados. Fue un espectáculo que -si la memoria funcionara a voluntad- mejor convendría olvidar. Dio cuenta de un largo tira y afloja, de bravatas, de advertencias, de recados oblicuos que con suerte entendieron los diputados y muy pocos más. Como operación política, como movida de cabrones, instaló tres percepciones que son difíciles de remover. La primera es que del episodio el país, su gente, sus desafíos y prioridades, estuvo completamente ausente. La segunda es que las nuevas fuerzas llamadas a depurar y airear un poco las viejas prácticas de la política se comportan igual o peor que el resto. Y la tercera es que la unidad opositora es, aquí y ahora, una bolsa de gatos.
Este es el ambiente en el cual el gobierno está negociando sus principales reformas. Muy adverso, por cierto, porque, en contra de las intuiciones iniciales, el cambio del sistema electoral, lejos de equilibrar el escenario y moderar las posiciones, pareciera más bien haberlas extremado, elevando muchas veces a niveles imposibles el precio de los acuerdos. Frente a estas circunstancias, gobierno y Parlamento tendrán que evaluar, ojalá con algún sentido de responsabilidad cívica, cuánto salvar y cuánto ceder. Con frecuencia se trata de una negociación un tanto engañosa, porque en la práctica la sociedad chilena, por debajo de griterío de las redes sociales, está mucho menos polarizada de lo que las dirigencias políticas suponen. De hecho, hay varios temas respecto de los cuales la propia ciudadanía abriga muy pocas dudas: por ejemplo, de la necesidad de simplificar el sistema tributario e incentivar la inversión, del imperativo de mover todos los hilos al alcance de la imaginación para hacer frente a los nuevos patrones del delito, o de la conveniencia de abrir mayores espacios al mérito en la educación media. Son cuestiones que habría que limpiar de la carga ideológica que se les atribuye, puesto que no son los molinos de viento que algunos quieren ver, sino simples dictados de la sensatez y el sentido común.
Lo que está claro es que las negociaciones en curso no serán gratis. No lo serán ni para el gobierno, que debe jugársela por cumplir las promesas que le hizo al país, ni para la oposición, que deberá cargar con la responsabilidad no de sus convicciones, pero sí de sus intransigencias. Tampoco lo serán para el país, que al final es el que más pierde cuando los políticos no se ponen de acuerdo.
Tal como están las cosas, no hay por qué descartar que de aquí en adelante, y hasta el término de su mandato, el gobierno no haga otra cosa que golpearse la cabeza contra el muro de la obstrucción parlamentaria. Es un escenario duro, difícil de aceptar, porque es casi de guerra, pero que está ahí, a la vuelta de la esquina, toda vez que las fuerzas llamadas a ejercer un rol moderador terminen desertando de su función para sumarse al festín de la radicalización.
Esta semana fueron los asuntos internacionales -Prosur, el informe de Bachelet sobre Venezuela, el TPP-11, Bolsonaro- los temas que se tomaron la agenda. En ningún caso se trató de una tregua. Pero mañana volveremos a la política interna y nada asegura que en el intertanto las posiciones se hayan aproximado. Siendo muy pocos los que padecen el vértigo de la confrontación, lo curioso es que sean capaces de arrastrar al resto. Es una historia conocida.