Es dramático tener poder y no tener al mismo tiempo la menor idea respecto de cómo utilizarlo. En simple, tal es el drama de la actual oposición. Tiene mayoría en ambas cámaras legislativas, pero -al margen de permitirse algunos gestos obstruccionistas ante iniciativas del gobierno- hasta aquí esas mayorías para lo único que le han servido es para repartirse la presidencia de las comisiones del Congreso. No es poca cosa, por cierto. Difícil concebir, sin embargo, algo más alejado que eso de las preocupaciones de la ciudadanía. La actual oposición no solo está teniendo un problema serio de articulación política. También está con problemas de imagen que la están complicando.
Después del testimonio de voluntarismo y desorden que significó el proyecto de acusación constitucional contra el ministro de Salud promovido desde el Frente Amplio y en medio de la curiosa controversia sobre la sequía legislativa planteada por el PS, tema que difícilmente podría mover las agujas para el común de la gente, la votación en el Senado de la candidata del Presidente de la República para incorporarse a la Corte Suprema, la constitucionalista Ángela Vivanco, dio lugar a otro episodio de descoordinación y extravío. Fue un nuevo paso en falso que no solo no impidió el nombramiento de la académica, sino que, además, introdujo una cuña dolorosa en las relaciones de confianza entre los ex socios de la Nueva Mayoría. La introdujo porque el bloque había acordado una postura común, cosa que el PS niega, y porque este partido prefirió sumarse a la oposición del Frente Amplio antes que cumplir el acuerdo que eventualmente lo comprometía.
Cualquier cosa, menos la imagen de una coalición ordenada o de partidos mínimamente disciplinados, fue lo que salió de esa votación. La bancada del PS acordó rechazar el nombre propuesto, pero José Miguel Insulza se abstuvo, lo que para efectos prácticos también es un rechazo, aunque camuflado. El PPD prefirió atomizarse y puso fichas en todas las alternativas posibles: respaldó la nominación, la rechazó y también se abstuvo. Flor de coherencia y de testimonio político para una colectividad que anda en busca de su identidad. La DC y el PR cumplieron con el acuerdo, pero obviamente quedaron disconformes con el resultado, porque se sienten pagando injustamente un costo político que la ex Nueva Mayoría habría acordado compartir entre todas sus bancadas.
Obviamente, el resultado debe haber sido celebrado por partida doble en La Moneda. Como que los estrategas opositores se fueron de parranda. Imposible concebir para el gobierno un desenlace mejor. Impuso su candidata y, además, la oposición terminó más dividida de lo que estaba y con nuevas dudas internas respecto de la capacidad de algunos de sus parlamentarios de cumplir con la palabra empeñada. El hecho ocurrió el día en que los diputados opositores se comprometían a concordar una agenda legislativa común, lo cual no deja de ser un agravante. Está bien: los senadores son libres de votar como quieran. Sin embargo, no pueden eludir su responsabilidad si antes habían acordado como bloque otra cosa.
Desde luego, lo ocurrido es parte de un todo mayor y remite a un cuadro de crisis que interpela en forma muy dramática a colectividades como el PS y el PPD, luego no solo de la desaparición de lo que tradicionalmente fue la socialdemocracia chilena, sino, incluso, en esos y otros partidos, de las ganas de reivindicar ese su legado. Este fenómeno no es culpa del Frente Amplio, en lo que quiere ser un nuevo proyecto para la izquierda, porque de hecho viene de antes y en realidad comenzó a labrarse cuando la Nueva Mayoría, junto con reemplazar a la antigua Concertación, se avergonzó de su pasado y decidió abjurar de la obra que había levantado durante cuatro gobiernos sucesivos.
¿Fue un error, una extravagancia, una mala lectura de lo que estaba ocurriendo en el país? Da lo mismo lo que haya sido. Fue. Y describe un caso de psiquiatría clínica en el ámbito de la política. Como para llevarlo a congresos internacionales de anomalía. No todos los días un bloque dotado de indudable vocación de poder escupe sobre su pasado, se castiga por sus éxitos, no por sus fracasos, echa por el caño los mejores años de la historia política chilena y se queda en una tierra de nadie donde nada parece estar muy claro y nada tampoco muy seguro: si atrincherarse en la lealtad a la expresidenta Bachelet, cuyo proyecto político terminó hundido en el fracaso; si pactar con el Frente Amplio una alianza que este conglomerado no ha pedido y posiblemente ni siquiera le interese; si mejor disputarle al Frente Amplio el terreno que la Nueva Mayoría como coalición ya le dejó (simplemente porque no quiso defenderlo), o, por último, si lo que procede es rectificar el rumbo, admitiendo que la deserción fue una broma, un desmadre, y que lo que se hizo entre los años 1990 y 2010 no era tan malo como la misma coalición dijo, al punto que ahora correspondería reivindicar esa obra y proyectarla al futuro, claro que antes de que el gobierno de Piñera termine anexándosela totalmente, que es lo que ha estado haciendo. Menudas y terribles disyuntivas para un sector que parece estar literalmente en blanco.
Nada de esto se explica por los desarrollos más recientes. Los desencuentros en la centroizquierda son muchos y solo los más anecdóticos tienen que ver con sus conflictos domésticos y con las cornadas que de vez en cuando se dan los partidos. La parte más comprometedora es el desencuentro con su identidad, con su proyecto, con lo que quiere y no quiere hacer. Y estas indefiniciones son lo que la tienen debilitada y perdida.
Qué duda cabe que su experiencia reciente da para sustentar una reflexión más bien amarga sobre los alcances de lo que es ganar y lo que es perder en política. Nunca fue más fácil para la centroizquierda una victoria como la que obtuvo el 2014 con Michelle Bachelet. Quién iba a pensar que ese triunfo iba a ser una copa envenenada.