Es un tanto injusto responsabilizar a un sujeto de algo que está fuera de su control. Sin embargo, eso en la política ocurre con frecuencia. Los gobiernos, tal como suelen beneficiarse de circunstancias que para ellos son providenciales, como un alza del precio del cobre o el hallazgo de nuevas riquezas naturales, así también deben pagar los platos rotos por episodios lamentables que las autoridades, obviamente, no han generado y cuyos efectos, en el mejor de los casos, solo pueden contener, clarificar o neutralizar. Nunca más que eso, y desde luego después de que el daño está hecho.

Con el caso Catrillanca ha ocurrido algo así. El episodio ha golpeado al gobierno y al Presidente y nadie diría que el efecto se disipará pronto. Los carabineros que participaron en el operativo a raíz del bendito robo de tres o cuatro automóviles desde una escuela en la comuna de Ercilla -gran oportunidad para que la policía uniformada se luciera en términos de eficiencia y confiabilidad ciudadana- terminaron protagonizando un drama oscuro, enrevesado, por momentos turbio, por momentos patético o ridículo, del cual hasta aquí no tenemos ninguna claridad. Y tampoco la vamos a tener pronto, porque la fiscalía está investigando y eso significa que el caso podría seguir en la nebulosa por mucho tiempo todavía.

¿Pensaron los carabineros que al hacer las cosas así de mal, al ocultar evidencias y al mentirles, además, a sus superiores y al país las cosas iban a llegar tan lejos? Desde luego que no, pero eso no hace menos grave su conducta. Lo que sí no es muy justo es que sea el Presidente quien termine pagando la cuenta, entre otras cosas, porque -dentro de todo- el gobierno hizo lo único que tenía que hacer una vez que dimensionó la catástrofe: hacer efectivas las responsabilidades administrativas y políticas, hacerse parte de las investigaciones que está llevando a cabo el Ministerio Público y asegurar que nadie que haya estado implicado en este episodio la tendrá fácil.

De alguna manera la gente reconoce que La Moneda reaccionó adecuadamente. Pero igual les carga la mano al Presidente y a su gobierno mientras las cosas no se clarifiquen. Es curioso que el efecto se refleje claramente en términos de caída en la aprobación y alza de la desaprobación. Sin embargo, el castigo -al menos en la encuesta Cadem- no parece tan claro ni tan drástico en la evaluación de los atributos personales del Mandatario. Bien podría ser que la gente intuye que Piñera no tiene la culpa de los despropósitos de Carabineros. Y tan es así que podría ser el primer interesado en que la verdad se establezca y las sanciones de rigor se apliquen, sea quien fuere que haya actuado mal, porque esto será lo único que permitirá restablecer la convivencia y superar la crisis.

That's life, así es la vida. Los gobiernos han de afrontar las consecuencias no solo de lo que hacen, sino también de lo que les sucede. Le sucedió que mataron a un comunero. Le sucedió que en tal servicio que es crucial hicieron un paro. Le sucedió que hubo meses en los cuales el precio mundial del petróleo no dejó de subir, con todas las repercusiones que eso tuvo en el mercado interno de los combustibles. Piñera puede agregar a la ecuación perlas adicionales. Le sucedió que a Kramer se le ocurrió imitarlo -con más oportunismo que saña- la noche de la Teletón y, bueno, su rutina debería bajar el índice de aprobación en otros dos o tres puntos más, porque este es el espesor que tenemos como sociedad. Así estamos: esto es sin llorar. Si según el Antiguo Testamento inescrutables son los caminos del Señor, los del poder -qué va- son todavía aún más sinuosos y raros.

Hay que tener posiblemente demasiada confianza en la racionalidad de la conducta humana y en el errático nexo que tiene la política con las ideas para creer que en factor suerte no tiene ninguna incidencia en ella. Obviamente que la tiene. Nadie sin buena estrella llega a la Presidencia y nadie tampoco puede ejercerla sin contratiempos si no la tiene. Piñera la tuvo como empresario, según la cátedra, pero no es tan claro que la tenga como político. La gravitación de la suerte en el liderazgo político, que es una condición válida para todos, suele ser en algunos casos excepcionales la única o la principal explicación. Por ejemplo, sin la ayuda de la fortuna el fenómeno Macron nunca hubiera existido: jamás habría llegado al Elíseo y ahora habrá que ver si la que tuvo para triunfar le alcanzará para sortear la crisis que está enfrentando.

En lo sustantivo, la necesidad del gobierno de dar vuelta la hoja de la muerte del comunero es dramática. Mientras la discusión no vuelva a la normalidad y a las prioridades gubernativas, La Moneda seguirá acorralada por la contingencia y con poco margen de acción. Le ayuda bastante, por cierto, que la economía siga sin defraudar y que el Tribunal Constitucional reprobara el reglamento de objeción de conciencia que el propio gobierno había preparado bajo la presión de la Contraloría. Lo relevante es que lo reprobara por una mayoría contundente (seis votos contra dos) y por la única razón procedente, su inconstitucionalidad. No se trata, sin embargo, de una victoria de la administración, sino más bien de Chile Vamos, porque en esta pasada, al menos, el coraje político estuvo en la coalición y no en La Moneda.

¿Cambiarán estas incidencias las encuestas? Parece improbable, y esto desde luego complica el escenario. Ningún gobierno puede hacer oídos sordos de los sondeos, porque es por esta vía que se expresa el poder social. No hay duda de que es el más poderoso de todos y el que alinea a todos los restantes. Pero puede ser a veces un tanto errático. Siendo así, el gran desafío del talento político consiste precisamente en contenerlo, encauzarlo e interpretarlo.