Columna de Héctor Soto: Lecciones oportunas
"Si las lecciones se asimilaran con la humildad e hidalguía que las circunstancias exigen, habría que agradecer que los resultados de la encuesta Casen coincidan con el anuncio del proyecto de modernización tributaria del gobierno".
Si las lecciones se asimilaran con la humildad e hidalguía que las circunstancias exigen, habría que agradecer que los resultados de la encuesta Casen coincidan con el anuncio del proyecto de modernización tributaria del gobierno. La convergencia puede abrir una enorme oportunidad para comenzar un debate sereno y de largo plazo sobre prioridades en las cuales Chile no debiera claudicar y respecto del tipo de políticas públicas que el país necesita para avanzar a mayores niveles tanto de bienestar como de igualdad.
La encuesta trajo buenas noticias en lo que concierne a la reducción de la pobreza, que entre 2015 y 2017 cae del 11,7 al 8,6%. Dentro de este grupo, también se reduce la pobreza extrema, que baja del 3,5 al 2,6%. La encuesta también dice que hay varias regiones que están muy por encima del promedio nacional, como La Araucanía, donde el cuadro de la pobreza más que duplica al del resto de Chile. También están en problemas muy serios por este concepto las regiones de Ñuble, Maule, Biobío y Los Ríos, con tasas superiores al 12%, lo cual comprueba que hoy el fenómeno de la pobreza en Chile tiene una fuerte dimensión rural.
La encuesta destaca que durante el bienio 2015-2017 fue apenas discreto el crecimiento de los ingresos autónomos del decil más pobre de la población, que son los que provienen del trabajo y permiten a las personas valerse por sus propios medios. Y señala que fueron, en cambio, decisivos en la caída de la pobreza los subsidios monetarios del Estado orientados a los más vulnerables, lo cual desde luego no tiene nada de malo. Al revés: hacia allá es donde debiera estar focalizado el grueso del gasto social.
El problema es que los resultados muestran que el aporte del mercado laboral a la superación de las personas durante la administración pasada estuvo por debajo del que el país había conseguido en el primer gobierno de Piñera, y esta es una evidencia que vuelve a probar que si no se pone el crecimiento económico por delante, no hay cómo mejorar las condiciones de vida de los más pobres y, menos, corregir las brechas de desigualdad que nos caracterizan como sociedad.
En general, y básicamente porque durante el gobierno anterior la expansión de la actividad se anduvo frenando, se generaron menos puestos de trabajo y, por lo mismo, la contribución del empleo a la disminución de la pobreza se redujo. Esta circunstancia golpeó el comportamiento del indicador de la pobreza multidimensional -bastante más fino que el de la pobreza por ingreso- que se mantuvo prácticamente estable. La pobreza muldimensional considera variables de educación, salud, trabajo, seguridad social, vivienda, entorno y también de redes y cohesión social. Pero, además, el deterioro del empleo se tradujo en mayor desigualdad, medida según el coeficiente Gini, que subió no en una proporción alarmante, no en un salto estadísticamente significativo, pero sí generando decepción, porque mueve las agujas justamente en dirección contraria a lo que el gobierno de Bachelet se propuso.
Es obvio que este efecto no fue deliberado. Hay que estar mal de la cabeza para querer dejar las cosas iguales o peores. Pero fue lo que ocurrió por culpa de malas políticas y, sobre todo, por haber subestimado las oportunidades asociadas al crecimiento de la economía. El país ganaría bastante si al menos quienes cometieron este error se atrevieran a reconocerlo, a internalizarlo y a asimilarlo como lección. En su momento, las autoridades fueron advertidas una y mil veces de la indolencia e incluso de la frivolidad y el desprecio con que miraron la economía. De la boca para afuera las autoridades decían que seguía siendo una de las prioridades de la administración, pero ni siquiera ellas se lo creían y los resultados están a la vista: en los cuatro años del gobierno anterior, la economía perdió dinamismo y eso, en contra de lo que supuso el sector gubernamental más ideologizado, terminó perjudicando más a los pobres que a los ricos.
Al lado de esa evidencia, con todo, el gobierno anterior sí se anotó logros que el país agradece. Con todos sus bemoles, asperezas e imperfecciones, la reforma tributaria constituyó un esfuerzo atendible por instalar principios básicos de equidad tributaria -lograr que al menos la gente tribute más o menos lo mismo si tiene ingresos más o menos parecidos- y por tapar los mil forados que el sistema dejaba abiertos para desvirtuar, trampear, eludir, evadir o diferir hasta el día del níspero los impuestos. Que el esfuerzo reformista no haya sido ni muy fino ni muy sistemático, que la reforma haya convertido lo que era un mal sistema en una madeja realmente kafkiana, e incluso que sus repercusiones hayan sido fulminantes para la inversión, no debiera descalificar la validez de los propósitos que se tuvieron en vista. Esta es una lección que la derecha debiera aprender e internalizar, sobre todo ahora, cuando el gobierno está proponiendo modernizar el sistema, simplificarlo y acercarlo a equilibrios posiblemente más sensibles con la inversión. Es lo que hay que hacer. Pero sin perder el norte de la equidad tributaria y sin abrir, tampoco, coartadas que favorezcan a los que más ganan.
Más que una discusión sobre estos temas, lo que procede ahora es tratar de asimilar las lecciones, y en eso la izquierda, el centro y la derecha tienen un reto pendiente. No es bueno jugar con los temas que tienen que ver con la vulnerabilidad social, por el respeto que merecen las personas, y tampoco con los rayados de cancha de orden tributario, porque lo que hay que entregar en este plano son certezas y condiciones razonables para la actividad productiva.
Cuando el gobierno empieza a salir del túnel en que se metió tras el miniajuste presidencial de la semana pasada, cuyas incidencias al final reflotaron la discusión sobre los derechos humanos y terminaron uniendo a toda la oposición, hasta ese momento muy dividida, La Moneda sabe que le aguardan semanas complicadas. También sabe, sin embargo, que esa unidad opositora es frágil, porque, aun fundándose en experiencias compartidas muy heroicamente en el pasado, esconde grandes divergencias respecto del porvenir. La apuesta del gobierno es que la agenda del futuro está de su lado. Y que Chile podrá tener como sociedad muchas patologías, pero que a estas alturas sería injusto cargarle, además, la de haberse quedado pegado en la historia. Nada menos chileno que la historia de la mujer de Lot.
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