Columna de Héctor Soto: Lo que termina y lo que comienza
Aunque Piñera lo sabe mejor que nadie, porque el tema quedó inscrito en su experiencia en La Moneda, nunca debiera olvidarse que es más fácil que los gobiernos se caigan en lo chico que en lo grande. Y que una vez cometidos los errores voluntarios o forzados de rigor, es preferible reconocerlos a tiempo y pedir perdón.
Hoy asume el nuevo gobierno y será difícil aislar sus promesas y expectativas del ciclo que se está cerrando. Porque una vez más se confirma que lo que manda en los procesos políticos no es el deseo de los mandatarios de ser recordados como ellos quisieran, sino las conductas postreras que tuvieron, clarificando aspectos en los cuales hasta ahora pudieron existir dudas. Si la Presidenta Bachelet quiso cerrar su administración con un testimonio cívico discutible, aunque en todo caso de largo aliento, enviando un proyecto de nueva Constitución que era un compromiso de campaña suyo, y para el cual concibió un aparatoso proceso de participación ciudadana que, sin embargo, desembocó en un texto constitucional que La Moneda no consultó con nadie, la última imagen que quedará en la retina del final de su gobierno será un asunto bastante menor: se trata del reemplazo a última hora de un modesto decreto del Ministerio de Justicia, que solicitaba a Contraloría cursar el nombramiento de notario de San Fernando a quien se desempeñaba como defensor público en la Región de O'Higgins, por otro decreto que nombra en esa plaza a quien fue el primer fiscal que tuvo a su cargo la investigación del caso Caval. Era broma el primero. Y es un escándalo el segundo.
Cuesta entender que en un tema tan sensible como este, que tuvo al gobierno por las cuerdas durante meses y que supuso prácticamente el derrumbe de la credibilidad de la Presidenta, se den manotazos de este calibre. El episodio no tiene la más mínima presentación y abre la puerta a todo tipo de conjeturas, cuál de todas más tóxicas. ¿Significa que se están pagando lealtades turbias porque en Caval había algo más? ¿Significa que el gobierno quiso agradecer la eventual benevolencia y los servicios a la patria, digamos, del fiscal que llevó a cabo las primeras indagaciones del caso? ¿En qué cabeza puede caber que una imprudencia de esta magnitud iba a pasar inadvertida?
A lo mejor es cierto que cuando la fiesta está concluyendo se sinceran deseos que muchas veces hubiera sido preferible contener en tributo al recato. Pero esto es otra cosa, porque raya con la impudicia. La Presidenta parecía que ya había abusado lo suficiente -no del garrote, sino de la zanahoria- cuando designó a quien investigó la tragedia del 27/F a cargo del Sename o cuando mandó a la entonces ministra de Justicia al Consejo de Defensa del Estado. Pero esto es peor, por lo que tiene de reincidencia y porque en último término Caval es una bomba que explotó no en el aparato público, sino en la propia familia de la Presidenta, y eso obligaba a estándares que sean indiscutibles de decoro.
Como señal es deprimente y posiblemente también inmerecida. Pero el gobierno se la buscó y alguien tiene que responder por esta burrada. Ya basta. Es un despropósito, y por mucho que el último día nadie se enoje, las cosas a este nivel no están para eufemismos ni explicaciones caradura.
Si algo quedará de todo esto es una lección que ojalá la nueva administración sea capaz de procesar. Aunque Piñera lo sabe mejor que nadie, porque el tema quedó inscrito en su experiencia en La Moneda, nunca debiera olvidarse que es más fácil que los gobiernos se caigan en lo chico que en lo grande. Y que una vez cometidos los errores voluntarios o forzados de rigor, es preferible reconocerlos a tiempo y pedir perdón a dejar la pelota dando botes y continuar en la impavidez o el mutismo simulando dignidad republicana.
Los gobiernos son aparatos enormes, están expuestos a muchas contingencias, dependen de variables que a menudo simplemente no pueden controlar y, por muy nobles que sean sus intenciones, casi siempre terminan haciendo algunas cosas bien, otras regular y varias muy mal. En esto nadie tiene derecho a hacerse de muchas ilusiones y es mejor que así sea. Pero, aceptado eso, que está por último en la naturaleza del juego político, lo que el país a estas alturas no perdona es la política del biombo, la ventaja indebida, el clientelismo, la noción del Estado como coto de caza, el secretismo y la falta de transparencia en torno a decisiones que deben estar abiertas al escrutinio público.
Hay un país que ya no acepta explicaciones bobas. Hay una opinión pública que se crispa con facilidad y a la menor provocación se desestabiliza con furor. Durante los últimos seis u ocho años, las demandas sociales no han hecho otra cosa que aumentar mientras se reducía el margen que tenía el Estado para atenderlas. No está fácil gobernar el país, aunque hay una serie de datos que hacen pensar que sería sano un reencuentro con el sentido común. Si cuando el nuevo Presidente habla de unidad nacional -desafío atendible, desde luego, aunque no solo difícil en las actuales circunstancias, sino incluso utópico- está pensando en eso, en la recuperación de una mínima sensatez, que en lo básico implica dejar de pensar al país como proyecto para un solo sector, las cosas podrían comenzar a andar bastante mejor. Estamos un poco sobregirados de más y sería bueno volver a la normalidad. Esto no tiene nada que ver con el inmovilismo; al revés, el inmovilismo es lo que más exaspera. Pero en alguna zona también tiene que ver con bajar un poco el volumen.
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