Columna de Héctor Soto: El mérito y la fatalidad
Una de las funciones de la política es reponer en la discusión las verdades de la razón y la experiencia. Otra es exhortar a mirar la sociedad como un todo. El sentido que tiene la educación es que las personas puedan desarrollar sus potencialidades hasta donde sus intereses y su esfuerzo las conduzcan, poniendo especial atención en que el talento que, estando distribuido más o menos transversalmente en toda la pirámide social, parece estar perdiéndose. Y la sospecha es que con el igualitarismo de la tómbola y con la agonía de los colegios emblemáticos lo hemos comenzado a perder deliberadamente.
Hay que reconocerlo: la política es fuente de mucha palabrería y decepción. Pero también hay veces que toca el hueso y nos vuelve a conectar con la sensatez. Algo de eso ha tenido lugar con el debate sobre el mérito como criterio de selección en los colegios, particularmente en los liceos de excelencia. El fenómeno se explica sobre todo porque algo ocurrió en los últimos años, que hasta la propia palabra mérito se volvió sospechosa. ¿Mérito? ¿De qué mérito hablamos? ¿Dónde está, si toda la evidencia empírica dice que la correlación entre rendimiento académico y nivel de ingreso de las familias es tan, pero tan alto que en realidad, en el promedio, en el bulto, es muy difícil mover las agujas y romper esa fatalidad? Por más que los jóvenes estudien hasta tarde, por más que hagan esfuerzos superiores a los del resto.
Son interesantes estos planteamientos. Pero no cabe duda de que como dogmas son falsos. Y lo son no solo porque pasan por encima de evidencia contraria contundente. También porque refutan las intuiciones básicas de la comunidad y la conciencia moral de las personas. Porque el mérito existe y lo sabemos todos en el caso de quienes llegaron muy lejos a pesar de su cuna, a pesar del nivel de ingresos o a pesar de no tener ni siquiera familia muchas veces. Claro, son excepciones o experiencias minoritarias. Pero ¿significa eso que ni siquiera califican como anécdota?
La subestimación del mérito o del esfuerzo individual no es cosa de hoy. Es parte de vientos que se remontan al siglo XX. ¿Desde hace cuánto tiempo que el psicoanálisis, el conductismo, la genética, la sociología de la educación nos vienen diciendo que en verdad somos mucho menos libres de lo que creíamos? El tema se lo planteó Isaiah Berlin en un gran ensayo sobre la inevitabilidad histórica. La cuna, el nivel económico, la publicidad, las dinámicas de grupo, las redes sociales, los medios, todo nos condiciona o nos determina. Donde pensábamos que habíamos decidido libremente, la verdad es que lo hicimos porque teníamos un trauma infantil, porque nuestro ADN iba para ese lado o porque a menudo nos dejamos llevar por el qué dirán. Tendríamos inscrito nuestro destino y somos lo que con suerte podemos ser. Como tema, nada más fascinante. Como intuición, ninguna más discutible, porque en nuestro vocabulario moral intuimos que, a pesar de todo eso, todavía nos asiste un margen apreciable de libertad.
Una de las funciones de la política es reponer en la discusión las verdades de la razón y la experiencia. Otra es exhortar a mirar la sociedad como un todo. El sentido que tiene la educación es que las personas puedan desarrollar sus potencialidades hasta donde sus intereses y su esfuerzo las conduzcan, poniendo especial atención en que el talento que, estando distribuido más o menos transversalmente en toda la pirámide social, parece estar perdiéndose. Y la sospecha es que con el igualitarismo de la tómbola y con la agonía de los colegios emblemáticos lo hemos comenzado a perder deliberadamente. ¿Por qué? Bueno, porque una élite dirigente sensible a la ingeniería social dispuso que el mérito no existe, que lo que vale es la integración, que es bueno que los mateos se junten con los flojos y los que son iguales con los que son distintos. La sala de clases como espacio de concordia terrenal.
Claro que esa élite sigue enviando a sus hijos a colegios donde hay selección, incluso despiadada, y cero integración. Es que queremos lo mejor para nuestros hijos, dicen para justificar la inconsecuencia. El mismo derecho que les niegan a los padres que no pueden pagar un colegio. Bonita manera de hacer política pública.
¿No habíamos quedado en que la política era también testimonio? ¿Y no era que sin testimonio esta respetable actividad es puro dogmatismo, apetito o cháchara?
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