Esta columna es parte de la edición especial Reportajes 2018: ¿En qué creer?
Piñera entró por segunda vez en su vida a La Moneda en el mes de marzo de este año y lo hizo con un mandato ciudadano no solo más robusto, sino también más preciso que el de cualquiera de sus antecesores.
En segunda vuelta habían votado más de siete millones de ciudadanos -el récord de la era del voto voluntario-, y de ese total tres millones 800 mil chilenos lo hicieron por él. Es cierto que cuatro años antes, Bachelet había sido elegida con el 62% de las preferencias, pero ese porcentaje se tradujo solo en tres millones y medio de votos.
En términos cualitativos, el mandato ciudadano era poner una lápida sobre el muy discutido nuevo ciclo político que había abierto Bachelet, sea porque había decepcionado a su gente, sea porque su gobierno estaba llevando al país en una dirección que contrariaba a la mayoría, sea porque sus grandes reformas en realidad nunca consiguieron cautivar a la población. Es difícil encontrar en la historia electoral reciente un "cambio y fuera" más enfático que el de diciembre del año pasado, y eso, en parte, explica la energía y el aplomo con que el actual gobierno partió.
Ya en las primeras semanas se observaron diferencias respecto de la experiencia de Piñera I. La más sustantiva es que el país estaba curado de espanto y no quería por ningún motivo más de lo mismo. La más estratégica es que hubo desde el comienzo más interlocución con los partidos oficialistas. Y la más accidental es que el Presidente inició su mandato conteniéndose más, lo cual no es solo un detalle atendida la personalidad del Mandatario y su tendencia a un protagonismo agotador. De hecho, Piñera en los últimos meses ha entrado y salido del libreto de la contención por necesidad unas pocas veces, o por simple compulsión de carácter en todas las restantes. No hay caso: la ansiedad y el riesgo son parte de la genética del Presidente.
Al concluir el año, el gobierno puede anotarse varios tantos a su favor. El más decisivo es que, efectivamente, el país volvió, por decirlo así, a la normalidad. La economía volvió a crecer a más del doble de lo que lo venía haciendo. El ánimo mejoró y volvió a ser mayoritario el contingente ciudadano que cree que Chile va por buen camino. Se instaló un gobierno más receptivo a escuchar a la población en temas coincidentes con sus promesas -la limpieza en Carabineros, por ejemplo- y en temas que simplemente no estaban dentro de sus prioridades, como ocurrió con la ley de igualdad de género o con la agenda feminista que La Moneda sacó bajo la manga para responder a tiempo a las movilizaciones del mes de mayo.
Bien y mal le fue al gobierno en el frente económico. Bien, porque retornamos a la racionalidad, se recuperó el dinamismo y repuntó con gran intensidad la inversión. Mal, porque el desempleo sigue siendo alto y porque el consumo aún no se recupera con la misma combustión que a veces muestran las páginas del periodismo económico. Obvio que hay un desfase. Pero también son verdades obvias otras dos cosas. La primera es que en tiempos de impaciencia ese desfase -bien o mal- frustra las expectativas. Y la segunda es que las autoridades, más que dedicarse a desacreditar el fenómeno, lo que deberían hacer es tratar de entenderlo, porque no todo es puro humo o pura mala fe, como con frecuencia tienden a creer.
Tal como si al cruzar la calle lo hubiera atropellado una micro, el crimen de Camilo Catrillanca y la vergonzosa crisis de Carabineros sacaron hacia fines de año al gobierno de su agenda y lo hicieron pagar platos rotos que, en rigor, La Moneda no había quebrado. En las encuestas recientes el Presidente igual tuvo que pagarlos. No habiendo cómo salir bien parado de una crisis así, el gobierno se la jugó por el establecimiento de la verdad de lo ocurrido, pagó el tributo que correspondía a la oposición con la renuncia del intendente y removió al general director de Carabineros, eso sí que luego de comprobar que ya eran demasiadas las fugas en su cadena de mando. Era lo que correspondía hacer, pero habrá que ver hasta dónde y hasta cuándo esta crisis no produjo un daño irreparable en la imagen del Presidente y, sobre todo, en el nexo de su administración con La Araucanía, precisamente el frente donde el ministro Alfredo Moreno venía restableciendo un puente de confianza que -todo hay que decirlo- hace ya muchos años que se vino abajo.
En un año de aguas movidas, que vio el hundimiento de muchas instituciones y que, además, puso en su lugar a varios aprendices de brujo de la política, Piñera logró sacar el buque de la Presidencia de las zonas más turbulentas. Porque lo hizo no solo con sensatez, sino también con moderación se ganó un cierto respeto de la amplia franja de la población que no se hace parte de las polarizaciones en boga. Es cierto que la sociedad chilena se ha estado polarizando, pero solo en los extremos. Vaya novedad. De ahí a decir que el país está dividido es un error. No lo está y acaso no lo está ni siquiera en La Araucanía. En Chile, los extremos siguen representando poco. La gran mayoría ciudadana rechaza la violencia incondicionalmente, rechaza las tomas de colegios, rechaza las maniobras del Gope que trataron de ocultar un asesinato, rechaza las medidas de fuerza que mantuvieron secuestrado a Valparaíso durante el paro de los trabajadores eventuales y, en fin, rechaza también tanto el escarnio a las víctimas de las violaciones de derechos humanos como el proyecto totalitario que trata de imponer con sanción penal verdades históricas oficiales. Eso explica que el gobierno haya podido convertir en ley el proyecto de Aula Segura y que intuya que el próximo año también debería sacar adelante iniciativas como la modernización tributaria o la reforma a las pensiones. Siempre ha sido así: aunque mete menos ruido, la moderación lleva más lejos. Incluso en el Chile de hoy. R